El joven presidente francés, Emmanuel Macron, utilizó de manera sorpresiva su prerrogativa histórica de disolver el parlamento, causando conmoción en la sociedad y los partidos de derecha, centro e izquierda, que de inmediato y con muy buenos reflejos de viejos zorros de la política se movilizaron para crear alianzas antes imposibles y presentar candidatos en una elección a dos vueltas de legisladores que se llevarán a cabo el 30 de junio y el 7 de julio, veinte días después de la medida.
Francia es una vieja democracia y la disolución fue un instrumento creado por el propio Napoleón Bonaparte, que no lo utilizó nunca, para dar la posibilidad al monarca o al presidente de escapar a las graves crisis políticas, cuando el Congreso bloquea su acción y hace imposible gobernar a riesgo de una guerra civil. La medida fue utilizada en el siglo XIX por Luis XVIII, hermano del decaptitado Luis XVI, y ya en el siglo XX por presidentes monárquicos como el general Charles de Gaulle, el líder socilista François Mitterrand y el jefe de la derecha republicana y moderada, Jacques Chirac.
Macron, un joven prodigio que en 2017 tomó por sorpresa el poder en una campaña relámpago que paralizó a los partidos tradicionales, a los que dividió y depredó, ha gobernado ya siete años y fue reelegido en 2022, pero desde entonces no ha contado con la mayoría absoluta necesaria para aplicar sus reformas. Su desprestigio e impopularidad crecieron hasta el punto quedarse solo en el palacio presidencial rodeado de su corte perfumada de técnicos. Al ser derrotado estruendosamente en las elecciones europeas por la extrema derecha de Marine Le Pen, el orgulloso Macron decidió disolver el parlamento y obligar a salir a las urnas a los franceses, en una acción que algunos califican de japonesa, porque es casi un harakiri, y otros de tipo neroniano, pues es como prender fuego a la pradera y a la ciudad y ver el incendio desde el palacio tocando la lira.
Debido a la terquedad e inteligencia del joven mandatario liberal, surgido de la banca y de los grandes grupos financieros y mediáticos, nadie esperaba que tomaría esa medida y auguraban que seguiría en la cuerda floja del poder como un saltimbanqui en los tres años que le quedaban aún legítimamente hasta 2027, cuando ya no puede reelegirse. Pero en un acto osado, llama al pueblo a decidir si llega al poder la pujante extrema derecha de Marine Le Pen, que es dada como gran favorita, en cuyo caso el presidente cohabitaría con un primer ministro enemigo que aplicaría medidas a las que se opone, mientras él se vuelve un mandatario figurativo y de opereta, inaugurador de jardines de crisantemos, solitario y final. Aunque, conociéndolo por su soberbia, es capaz de renunciar y obligar a realizar elecciones presidenciales anticipadas.
La verdad es que a su partido y a quienes lo apoyan les quedan pocas posibilidades de recuperar fuerzas en tan poco tiempo, ante dos bloques poderosos que ya se alinearon para la batalla final: el partido de extrema derecha Congregación Nacional y el Frente Popular de izquierda, que surgió rápidamente de la mágica alianza de socialistas, insumisos, ecologistas, izquierdistas y otros diversos movimientos progresistas, lo que augura una lucha final entre extremos, dejando a los partidarios de Macron, a los centristas y a la derecha moderada en una frágil posición que los puede llevar a esfumarse.
Los estudiantes y expertos en ciencias políticas están de plácemes, pues lo que se ha definido en unos cuantos días, a veces ha tomado en el pasado varios años para realizarse. Astutos y sabios, los partidos de izquierda vieron en la disolución loca de Macron una oportunidad maravillosa de reencaucharse y auparse en una corriente inevitable que surge de la inminencia del ascenso al poder de la extrema derecha, cuyo fundador, el viejo xenófobo tuerto Jean Marie Le Pen, es y ha sido un viejo antisemita, amante de los fascismos, para quien el holocausto fue solo un episodio sin importancia que inclusive niega.
Ahora su partido es liderado por su hija, Marine Le Pen, brillante abogada que logró sacar al movimiento paterno de la marginalidad, expulsándolo a él, hasta llevarlo a obtener una alta representación de 89 ediles en la legislatura recién disuelta y ahora a estar al borde de llegar al poder, como lo auguran muchas encuestas, aunque el Frente popular, surgido de un día para otro, le pisa seriamente los talones, pues Francia desde la Revolución de 1989 y la toma de la Bastilla, tiene su corazón a la izquierda.
Mansos, consensuales como palomas, los jefes de los partidos progresistas y de izquierda han actuado en estas horas de manera impecable, dejando atrás sus rencillas y creando de la nada un Frente Popular que recuerda a aquel movimiento liderado por Leon Blum antes de la Segunda Guerra Mundial, en la tercera década del siglo pasado, en circunstancias similares, cuando se daba el auge de los fascismos de Hitler y Mussolini, que ahora reviven en casi toda Europa ante el espectro de las guerras y el auge del éxodo migratorio.
Las jornadas que se avecinan en Francia son históricas y el propio presidente Macron, al hacerse el hara kiri japonés, lo sabe, y pasará a la historia como quien dio la voz al pueblo para que decida entre uno y otro bando. Después quedará, antes de cumplir solo 50 años de edad, como un presidente sabio y derrotado que manejará desde las alturas presidenciales jupiterinas, sin poder y solo con palabra, los hilos imaginarios de una patria que necesitaba el electrochoque de esta disolución inesperada.
Por el momento, todo es fiesta y excitación desbordada en Francia. Jubilados, muchachos, obreros, desempleados, campesinos, comerciantes, funcionarios, maestros, sindicalistas, artistas, mujeres, ciudadanos de origen extranjero, blancos, africanos, asiáticos, mestizos, artistas y artesanos, todos inundan las plazas porque saben que en unas semanas cambiará la historia del país en jornadas que permanecerán en los libros de la memoria.