Mi padre y su familia fueron liberales originarios del oriente de Caldas y crecí entre historias y leyendas de esa militancia, anclada en el imaginario de los viejos líderes radicales colombianos de ese partido, como Manuel Murillo Toro (1816-1880), Benjamín Herrera (1853-1924), Rafael Uribe Uribe (1859-1914), el Indio Uribe (1859-1900), Vargas Vila (1860-1933) y Ñito José Restrepo (1855-1933), que lucharon por ese ideario a través de guerras, libros, poemas y proclamas.
Álvaro nació en 1913 y como muchos jóvenes liberales y conservadores de esa época amaba los libros y a lo largo de los años conformó una biblioteca en la que me nutrí en la infancia y la adolescencia, donde había clásicos de la literatura mundial y del pensamiento político e ideológico europeo surgido del espíritu de la ilustración y las ideas de la Revolución francesa. En la biblioteca de mi padre también exploré libros colombianos que se referían al pensamiento liberal colombiano, entre los que se destacaban las primeras obras de su amigo y copartidario el liberal riosuceño Otto Morales Benítez, Testimonio de un pueblo y Revolución y Caudillos, a las que se agregaban los libros de Germán Arciniegas e Indalecio Liévano Aguirre, cuyas obras Conflictos sociales y económicos de la historia, su biografía de Bolívar o Bolivarismo y Monroísmo ocupaban lugar especial en las estanterías.
El liberalismo regresó al poder en 1930 con Enrique Olaya Herrera, iniciando un periodo de 16 años de grandes avances sociales y culturales impulsados por Alfonso López Pumarejo, Eduardo Santos y los designados Alberto Lleras Camargo y Darío Echandía, que contaron con el apoyo de fuerzas progresistas. Ese periodo terminó con el triunfo del conservador Mariano Ospina Pérez en 1946 a causa de la fratricida división de los liberales entre el oficialista Gabriel Turbay y el disidente Jorge Eliécer Gaitán, que sería asesinado poco después y se convertiría en mito del partido en los tiempos de la violencia.
En esos años terribles, como lo hicieron muchos liberales del oriente de Caldas, mi joven padre se instaló en Manizales para pasar las tormentas de la violencia y la dictadura de Rojas Pinilla y después, fiel a su partido, siguió militando en él durante el Frente Nacional, pero en el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), en su línea dura. En su oficina, en un edificio al lado del café Osiris, tenía parte de su biblioteca y ahí recibía a amigos liberales y progresistas de la ciudad, a quienes escuché desde temprano referirse con entusiasmo a las ideas del viejo ideario liberal y de la izquierda latinoamericana.
Fueron esas las últimas grandes épocas de ese partido al mando de figuras de alto rango intelectual como Carlos Lleras Restrepo y Alfonso López Michelsen, que, aunque controvertidos, debatían, tenían idearios y proyectos concretos de cambio en materia agraria y laboral. Luego ese movimiento entró en una larga era crepuscular convertido solo en una franquicia del clientelismo, negocio serpenteante y camaleónico al mando y propiedad de un cacique que se aferra al poder sin más principio que vender su apoyo al mejor postor a cambio de prebendas según la coyuntura y bloquear cualquier posibilidad de cambio en Colombia. Las grandes figuras históricas de ese partido, después de la Convención de Cartagena, se retuercen ahora en sus tumbas.