El mundo parece caminar, una vez más y en pleno siglo XXII, por la cornisa de la insensatez. Los recientes acontecimientos en Medio Oriente, Europa del Este y América Latina configuran un panorama inquietante, donde la diplomacia cede terreno ante la provocación, y la civilidad se ve amenazada por la nada lógica coyuntura del enfrentamiento. Desde esta tribuna regional, hacemos un llamado a la sensatez internacional, a los poderosos que toman las decisiones y que como dice la canción de Joan Manuel Serrat, "se arman hasta los dientes en el nombre de la paz".
El ataque de Israel contra efectivos de Hamás en Catar —país aliado estratégico de Estados Unidos— no solo representa una osadía militar, sino una peligrosa señal de que los límites geopolíticos están siendo desdibujados. Catar, hasta ahora mediador en conflictos regionales, se convierte en escenario de una acción que puede escalar más allá de lo previsto. En paralelo, Rusia sobrevuela Polonia con drones amenazantes, obligando a una convocatoria de urgencia de los miembros de la OTAN, que evalúan si Moscú puede estar violando el artículo cuarto de este tratado de defensa multilateral. La tensión se eleva, y con ella, el riesgo de que un error táctico se convierta en una catástrofe global.
Ken Follett, en su novela Nunca, advierte con precisión literaria sobre la facilidad con que una escalada internacional puede derivar en una guerra de proporciones devastadoras. Lo que comienza como un incidente aislado, una provocación o una respuesta desmedida, puede terminar comprometiendo la supervivencia misma del planeta. Hoy, esa advertencia parece menos ficción y la vemos más como presagio, toda vez que falta que alguien cometa un error o haga uso de fuerza desmedida para que todo se salga de control.
En nuestra región, la retórica beligerante entre Venezuela y Estados Unidos, sumada al hundimiento de una barcaza en aguas del Caribe, añade un ingrediente más al cóctel de incertidumbre, sin que al potencia del Norte ceda en la presencia de sus fuerzas ni que Maduro baje el tono de su discurso. Aunque por ahora se trata de manifestaciones orales y gestos, el lenguaje de la confrontación nunca ha sido buen consejero. América Latina, históricamente golpeada por conflictos internos, no puede permitirse ser arrastrada a disputas que no le pertenecen, pero que la afectan profundamente. Esa retórica de la guerra no le hace bien a nadie y menos las provocaciones.
Ante este panorama, el llamado a la sensatez no es ingenuo. Existe la urgencia sembrar conciencia de volver a los principios solidarios y comunitarios que han permitido que la diplomacia solucione los conflictos, no la guerra. No estamos en el siglo XVIII. Los líderes políticos y militares deben recordar que la civilidad es una fortaleza ética que permitió pensar en que era posible un mundo en paz. La paz es una necesidad para mejorar la calidad de vida de todos y para encontrar soluciones comunes, que nos acerquen a los principios de la Ilustración, a la igualdad y la fraternidad. Si los pesos pesados del mundo deciden ignorar las señales, serán los ciudadanos de a pie quienes paguen el precio, como ya está sucediendo, por ejemplo, en Gaza, ante los ojos de todos. Es hora de darse un respiro e imaginarnos un mundo en paz.