La decisión de los alcaldes de Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y Cartagena de viajar a Washington para gestionar directamente la certificación antidrogas que Estados Unidos otorga a Colombia ha encendido una nueva confrontación entre los poderes regionales y el Gobierno nacional. El presidente, Gustavo Petro, no tardó en acusar a los alcaldes de suplantación, de nuevo exagerando el uso de sus palabras.
Lo que está en juego va más allá de un sello de aprobación internacional, es un nuevo frente de confrontación política, entre formas diferentes de gobernar. Desde el 2001, Colombia ha recibido por lo menos 3 mil 900 millones de dólares en cooperación estadounidense para la lucha contra el narcotráfico. Esta certificación, otorgada anualmente por el Departamento de Estado, habilita el acceso a ayudas militares, principalmente, y apoyos comerciales y culturales.
Perderla sería un golpe directo a la seguridad, la economía y la imagen del país. Tampoco es conveniente para Estados Unidos clausurar esta ayuda al que fue durante años el aliado más incondicional, pero la nueva diplomacia transaccional de Washington puede cambiar las cosas. En ese contexto, la iniciativa de los alcaldes no es menor. La presentan como un intento de blindar la cooperación internacional ante el riesgo de descertificación, en momentos en que Colombia enfrenta cifras récord de producción de cocaína y una crisis de seguridad.
Esta situación revela una fractura institucional. Gustavo Petro ha criticado duramente el viaje, acusando a los mandatarios locales de extralimitarse en sus funciones. Lo que subyace es un pulso de poderes. Los alcaldes de ciudades capitales se han posicionado como ejecutores eficaces, mientras el Gobierno se enfrasca en retahílas, busca responsables de sus fracasos en otros escenarios y a menos de un año de terminar su mandato sigue creyendo que la solución está volver a cambiar ministros.
La gestión que pretenden los alcaldes ante congresistas estadounidenses busca respaldo para la Fuerza Pública, protección económica y generación de empleo. En otras palabras, construyen una diplomacia paralela, una narrativa de país que no depende exclusivamente de la Casa de Nariño, sino volver a lo que durante años fue el apoyo bipartidista a Colombia, por encima de las ideologías.
La preocupación de los alcaldes es legítima, toda vez que en los últimos días, por la crisis Venezuela - Estados Unidos, Petro ha intentado meterse en esa confrontación, tentando la paciencia del Gobierno estadounidense, además porque sus quejas no son por canales oficiales, sino en destempladas declaraciones tuiteras. ¿Es legítimo que los alcaldes gestionen directamente ante Washington? Legalmente, sí; pero políticamente entraña un desafío. La certificación antidrogas es un voto de confianza y claramente político. Cuando esa confianza se negocia desde múltiples voces, el mensaje puede volverse confuso. Puede ser una forma de decir que Colombia no es una sola voz, sino una pluralidad de territorios que buscan proteger sus comunidades.
Si la certificación se pierde, el costo lo pagarán millones de colombianos que dependen de programas de seguridad, desarrollo rural y cooperación internacional. Por eso, esta disputa de egos exige una estrategia común, una diplomacia unificada que defienda los intereses del país por encima de las diferencias políticas. Pero qué duro lograrlo en estos tiempos.
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