En un nuevo giro retórico, el presidente Gustavo Petro ha vuelto a plantear la idea de una asamblea nacional constituyente. Esta vez, con una justificación que raya en lo rocambolesco: no sería para sustituir la Constitución de 1991, sino para “ponerla en práctica”. La paradoja es evidente. ¿Cómo se reforma un texto para poderlo aplicar, si el deber del Ejecutivo es precisamente promover leyes que lo hagan operativo? Si ya nuestra Carta fundamental peca de un excesivo articulado por intentar abarcar tanto, qué sería de ella si se buscara que en vez de ponerla en práctica a través de leyes, se dejara todo en su cuerpo para que se vuelva procedimental.
La Constitución de 1991 no es un capricho ideológico. Es el resultado de un pacto plural entre fuerzas sociales, políticas y armadas —incluido el M-19, del que el presidente proviene y pasado al que tanto culto le rinde— que apostaron por la institucionalidad. Reformarla para ajustarla a una visión de país específica es desconocer su carácter de contrato social. Y peor aún: es abrir la puerta a una Carta Magna hecha a medida, detallista, que confunda principios con programas de gobierno con lo que obligaría luego, ante un cambio de Gobierno con otro pensamiento, a modificarla de nuevo. Y terminaríamos en el peor de los mundos de cualquier banana republic.
Las constituciones no se redactan para un presidente, ni para un partido, ni para una coyuntura. Se redactan para todos. Son marcos de convivencia, no manifiestos ideológicos. Nos hemos opusto a esta instrumentalización en este y en anteriores gobiernos. Por eso, los mecanismos de reforma están claramente establecidos: deliberativos, escalonados, con garantías. No se trata de blindar el statu quo, sino de evitar que el poder se vuelva autorreferencial, autopromocional o, pero aún, excluyente.
Petro parece olvidar —una vez más— cuál es su rol. No es el de intérprete supremo de la Constitución, que para eso esta la Corte Constitucional, sino el de garante de su cumplimiento. Su deber no es acomodarla a su ideario, sino gobernar dentro de sus márgenes. Porque si cada presidente pudiera reescribir la Constitución para “aplicarla mejor”, estaríamos ante una democracia aún menos consolidada que la actual. No se puede caer en estos caprichos sin que se pase cuenta de cobro. Los ciudadanos deben entender que la Constitución que hoy tenemos es un verdadero pacto social y los ajustes que requiera deberán hacerse por las vías institucionales, lo que pasa es que los consensos cuestan y necesitan diálogo permanente con dialéctica, como proponía en su momento Jaime Pardo Leal, no con imposiciones de ningún bando.
Reiteramos, la Constitución puede requerir ajustes, sí. Pero no bajo la premisa de que “no sirve” si no se reforma. Esa lógica es peligrosa. Es la misma que ha llevado a regímenes a desdibujar sus límites, a convertir la ley en herramienta de poder y no de garantía. Colombia merece algo mejor: una Constitución que nos contenga a todos, incluso a quienes no están de acuerdo con quien gobierna. Y si a esto le sumamos que Petro un día dice que no está buscando la constituyente, al otro día que sí y pasado mañana que sí, pero no, lo que nos deja entrever es a un gobernante que toma decisiones de acuerdo con su estado anímico y pobre país si entra en ese juego.
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