El Congreso aprobó el presupuesto nacional para el 2026 por un monto cercano a los 547 billones de pesos. Es una buena noticia para el país y, en particular, para el sector educativo que vuelve a ocupar el primer lugar en asignación de recursos. Es motivo de reconocimiento que la educación sea considerada una prioridad de Estado. Ahora el desafío será asegurar que ese esfuerzo se traduzca en una mejora real de la calidad, en la reducción de brechas y en resultados verificables. El seguimiento al uso de esos recursos debe ser tan riguroso como su aprobación.
Vale destacar que, al menos esta vez, la aprobación se dio en el escenario natural del debate democrático: el Congreso. El trámite legislativo evitó que el Gobierno aprobara el presupuesto por decreto otra vez. En el recorte de alrededor de 10 billones de pesos hubo sindéresis de los congresistas, y el propio Ejecutivo comprendió que la prudencia fiscal también es una forma de responsabilidad social.
Superada la discusión presupuestal, se abre el debate más complejo: el de su financiación. No basta con aprobar gastos si no se garantiza su respaldo en ingresos sostenibles. El endeudamiento nacional ha superado los niveles prudentes, y seguir financiando la tesorería mediante créditos sería comprometer el futuro fiscal del país. De ahí la urgencia de tramitar la llamada “ley de financiamiento”, una reforma tributaria estimada en 16 billones de pesos, sin la cual el presupuesto aprobado se quedaría en el papel.
En una columna anterior señalé que, pese a sus reparos, la reforma tributaria del Gobierno incluía aspectos valiosos. En primer lugar, el principio de progresividad: quienes más tienen deben aportar más. Por eso es razonable que las mayores cargas recaigan sobre los grandes capitales y las rentas altas, así como sobre el sector financiero, cuyas utilidades han sido superiores a los estándares internacionales.
Un segundo elemento rescatable es el esfuerzo por fortalecer la DIAN y combatir la evasión, que según cálculos oficiales podría aportar hasta 6 billones de pesos adicionales. Aumentar el recaudo por la vía de la formalidad y la transparencia es la mejor señal de equidad. También resultan convenientes los impuestos al lujo y a los consumos suntuarios, como los vehículos de alta gama, los licores, espectáculos y apuestas, que pueden gravarse de manera escalonada sin afectar a los sectores medios. Estas medidas, bien diseñadas, hacen más justo el sistema tributario.
Por el contrario, sería inadmisible gravar la primera vivienda, imponer IVA a los combustibles o aumentar la retención en la fuente a los ingresos medios. Tales decisiones tendrían efectos regresivos y presionarían la inflación, golpeando a los hogares más vulnerables.
La sostenibilidad fiscal no depende solo de nuevos impuestos, sino también de una gestión austera y eficiente del gasto público.
El país puede celebrar tener un presupuesto que prioriza la educación y busca atender las necesidades sociales. Pero su aprobación deja abierta una tarea impostergable: financiarlo con sensatez, justicia y visión de futuro.