Colombia vive una ilusión peligrosa: la de un país que parece prosperar gracias a un gasto público desbordado. Las cifras de desempleo bajan, el crecimiento económico se mantiene y la inflación se resiste a descender del 5%. Pero detrás de esa fachada de dinamismo late una bomba fiscal. El Estado gasta más de lo que tiene, contrata sin límite y multiplica las órdenes de prestación de servicios hasta niveles absurdos.
Miles de “corbatas” pagadas con recursos públicos llenan oficinas y planillas sin aportar valor real. Es una nómina paralela que engorda la burocracia y asfixia las finanzas nacionales.
Este modelo de derroche, disfrazado de política social, crea una falsa sensación de bienestar. Mientras circula dinero en la economía, la demanda se sostiene artificialmente. Pero la factura llegará, y será costosa. El déficit fiscal se amplía, la deuda se dispara y el país se endeuda para pagar su propio consumo.
Ninguna nación puede vivir eternamente “al debe” sin poner en riesgo su estabilidad. La historia económica está llena de ejemplos que terminan mal: cuando se pierde la disciplina fiscal, los más pobres son siempre los primeros en pagar el precio.
El problema no es solo contable, sino ético e institucional. Se está usando el gasto público como instrumento de propaganda. Desde el poder se financia un ejército de comunicadores e influenciadores que venden el relato de que todo se hace por los pobres. Mientras tanto, la estructura estatal se infla y la inversión productiva se paraliza. Es un populismo de chequera que erosiona la confianza, destruye la meritocracia y compra adhesiones con dinero que no existe.
Aún más grave resulta el plan que se insinúa en los círculos del poder: perpetuar el proyecto político mediante la reelección “en cuerpo ajeno” y una eventual constituyente que elimine la autonomía del Banco de la República. Si se subordina el banco central a los designios del Gobierno, el país quedará al borde del abismo. La máquina de imprimir billetes, puesta al servicio de la tesorería estatal, convertiría la inflación en política oficial. No sería una innovación: ya lo vivió Argentina, y los resultados fueron devastadores.
El populismo fiscal es adictivo: da placer inmediato y destruye en silencio. Y lo más peligroso es que, mientras dura el festín, los sensatos parecen aguafiestas. Pero alguien tiene que advertir que no hay justicia social posible sobre las ruinas de la estabilidad económica. Defender la austeridad, el equilibrio y la autonomía institucional no es conservadurismo; es responsabilidad con el futuro.
El país necesita políticos que digan la verdad, aunque no sea rentable: que el populismo no saca a los pueblos de la pobreza, sino que los condena a vivir de nuevo en ella.