El reciente análisis de David French en The New York Times, a propósito de quienes insisten en ver al papa León XIV como un “anti-Trump”, ilumina una tensión creciente en nuestras sociedades: la apropiación política de la religión. El caso estadounidense se ha convertido en un laboratorio en el que ciertas corrientes buscan convertir la fe cristiana en un emblema partidista, reducir el Evangelio a consignas electorales y juzgar la autenticidad religiosa a partir de simpatías políticas más que de prácticas coherentes con la moral cristiana.
French señala que el nuevo pontífice evita esa lógica. León XIV no define su ministerio en función de ningún líder político ni se deja arrastrar por el juego de oposiciones que alimenta la polarización. Su mensaje es más simple y más exigente: volver al Evangelio, a la misericordia concreta, a la dignidad humana, a la cultura del encuentro. Sin embargo, en un ambiente en el cual todo se filtra con lentes partidistas, esa misma no alineación es interpretada como una posición política. En la lógica polarizada, quien no es un aliado incondicional queda automáticamente etiquetado como adversario.
El ejemplo norteamericano muestra con claridad un riesgo que también afecta a Colombia y a muchas democracias actuales: transformar la fe en una identidad ideológica que se mide por adhesiones partidistas.
Pero el cristianismo no nació para legitimar proyectos de poder. Su centro está en la conversión del corazón, en la libertad interior para discernir el bien del mal más allá de conveniencias políticas. Cuando esta conciencia moral se debilita, la religión se vuelve rehén de intereses y la coherencia cristiana se fractura: se predica una cosa y se vive otra; se defiende la vida mientras se toleran discursos deshumanizantes; se invoca la misericordia mientras se justifica el resentimiento; se cita el Evangelio mientras se apoyan prácticas que contradicen su espíritu.
La tradición cristiana siempre ha insistido en la coherencia entre lo que se cree y lo que se vive. Desde San Pablo hasta los papas contemporáneos, el llamado ha sido el mismo: no subordinar la fe a ningún proyecto político, sino iluminar la vida pública desde una moral que trasciende las ideologías. La ética cristiana incomoda a unos y a otros, porque proclama verdades no negociables: la dignidad humana es inviolable; los pobres son prioridad; la creación merece cuidado; la verdad importa; la misericordia es esencial.
Cuando la identidad política reemplaza la identidad cristiana, ocurre lo que French describe: se exige que la Iglesia adopte el discurso del líder de turno y, si no lo hace, se acusa de traición. Pero la autoridad moral de la fe proviene del Evangelio, no de las urgencias partidistas.
El desafío para los creyentes de hoy es recuperar esa coherencia profunda. No se trata de retirarse de la política, sino de participar con libertad interior para discernir y actuar según el Evangelio. Solo una fe vivida con autenticidad puede humanizar la vida pública y recordar que ningún proyecto político está por encima del mandamiento del amor.