Antiparanoia
La paranoia no es solo un estado mental: es una arquitectura del poder. Los poderosos la cultivan para justificar su fuerza, para blindar su privilegio, para convertir el miedo en ley. “Nos van a atacar”, dicen, se arman y atacan en previsión. “Nos miran con ganas”, dicen, y vigilan. También los poderosos del mal, los bandidos, siembran miedo y se favorecen de él. Es la sociedad paranoica: una red de sospechas y temor que organiza la existencia en torno al conflicto.
La paranoia no se queda en los palacios. Se filtra en las calles, los ascensores, los parques, en los saludos que no se dan. La persona que no mira -”no mire a los extraños” leí en un aviso del metro de Nueva York-, que no saluda, que teme a todos, reproduce el miedo como forma de vida. Sin embargo, hay gestos que resisten: una fresa ofrecida en el ascensor, un cordón que alguien se ofrece a atar en plena calle, una clase fugaz sobre algo. Son actos de antiparanoia: interrupciones del miedo, aperturas sin cálculo. La antiparanoia no es ingenuidad. Es una forma de sabiduría que reconoce que el mundo respira mejor cuando alguien se agacha por otro, cuando alguien comparte su saber sin esperar eco. Cuando, viéndolo en problemas, le cede el paso o le paga el bus.
Es el prana del vínculo: el aliento vital que circula entre cuerpos que todavía se atreven a mirar. Hay vínculos que no se nombran, pero sostienen. Gestos que no fundan relación, pero dejan huella. Conocidos o no que, por un instante, se hacen compañeros de alma. La humanidad es una sumatoria de pasados. Y cada gesto de cuidado, cada constancia mínima, es una forma de ser que da valor al “ser” que se crea y se destruye momento a momento.
Luis Fernando Gutiérrez Cardona

Sección
Fecha Publicación - Hora
Metadescripción

Voz del lector.