La sala del tribunal está llena de niños con caritas serias, mochilas aún colgando de los hombros y un aire de “ya estamos cansados de tanto cuento”. En el banquillo de los acusados: los padres del planeta se retuercen incómodos; uno manda un mensaje rápido por WhatsApp, otro piensa en la reunión de mañana. Mala idea: los fiscales -niños de todas las edades- están tomando nota.

El juez, de apenas siete años y con una toga improvisada de cortina, abre el caso:

- Se acusa a los padres de ausentismo emocional, negligencia afectiva y uso indebido del celular.

Los cargos. La fiscalía infantil expone: “Dicen que trabajan para darnos lo mejor… pero lo mejor parece ser para el banco, porque a nosotros nos toca lo que sobra. Nos compran juguetes carísimos y después nos dicen: Ve, juega solo que estoy ocupado. Nos llevan al parque, pero se quedan viendo noticias en el teléfono… ¿o es que el columpio les da vértigo?”.

La ciencia entra como testigo estrella. Con bata blanca y gráficas en mano, declara: “Está comprobado: los niños que comparten tiempo de calidad con sus padres desarrollan más confianza, mejores habilidades sociales y hasta más defensas contra la ansiedad. Los vínculos no se construyen con facturas pagadas, sino con minutos verdaderos”.

La defensa. Un padre intenta justificarse:

- Trabajamos para su futuro…

El fiscal de cinco años lo interrumpe:

- ¿Y para nuestro presente quién trabaja?

Risas contenidas en la sala. El juez anota algo en su libreta de dibujos.

Lectura del manual de absolución (para evitar la condena). Aquí la parte más incómoda: No vale llorar en el banquillo, hay que corregir la conducta:

Primero. Tiempo sin pantallas: si la cara del celular conoce más sonrisas que la de tu hijo, hay problema.

Segundo. Jugar en serio: si aceptas jugar, juega. No sirve “armar el rompecabezas” mirando de reojo la novela.

Tercero. Conversar de verdad: preguntar “¿cómo te fue?” y quedarse a escuchar la respuesta, incluso si incluye la historia detallada del recreo.

Cuarto. Rituales pequeños: leer un cuento, cantar una canción, cenar juntos. Son las cosas mínimas las que después resultan máximas.

Quinto. Interesarse en su mundo: no hay edad para que un hijo diga “me dejaron de escuchar”. Preguntar qué piensan, aunque el tema sea un videojuego.

Sexto. Dar el ejemplo: si los hijos aprenden lo que ven, ¿qué están viendo? ¿Un adulto que siempre llega tarde a su propia vida?

El veredicto. El juez golpea con su martillo de juguete:

- Padres: quedan en libertad condicional. Si no cambian, no habrá celda ni cárcel… pero sus hijos los condenarán. Y créanme: esa sí es cadena perpetua.

La sala queda en silencio. Uno de los niños suspira y dice:

- No pedimos tanto: un ratito de risa, un poco de atención… lo justo para no sentir que compitamos con el WiFi.

El público ríe nervioso. Los padres bajan la cabeza. Porque saben que, si no actúan ahora, serán recordados como culpables y peor que eso, como ausentes.