Rejuvenece hablar de amigos que tienen más de 90 años. Pasan de diez los nonagenarios que “me distinguen con su amistad” como decimos los lagartos. Un personaje de ficción pide perdón por haber vivido demasiado. A los 98 abriles que cumple el 6 de noviembre, Gonzalo Castellanos no pide perdón: prefiere exprimirle el Iva a la vida. Sus colegas le decimos Loco, sin comillas, por pura envidia. No le damos la talla para vivir el periodismo tan desmesuradamente como lo ha hecho él.
El viejo Gonzalo se ha dedicado a sorprender desde que berreó por primera vez en Málaga, Santander, donde hizo sus primeras armas en el oficio de escribir viendo a su padre redactar a máquina cartas de amor para enamorados que no sabían juntar vocales y consonantes. Entró al periodismo tocando piano sobre los linotipos de El Siglo, de Laureano Gómez, y El Liberal, de López Pumarejo.
Actualmente trabaja en seguir vivo. ¿Receta para respirarle en la nuca a los cien años? Recuerda a su mujer, Luz Alba Valenzuela; mima su rebaño de cinco hijos, nietos y bisnietos; cuida su apariencia personal; llena crucigramas; disfruta al máximo los atardeceres en Sesquilé, Cundinamarca; goza intensamente su oficio de reportero, la joya de la corona del periodismo; tararea composiciones de Handel, Mozart, Bach, Beethoven, Albéniz; fuma Pielroja; lee, lee, lee; ama a las mujeres. Minimiza lo que los demás mortales llamamos importante.
Siempre ingenioso, es millonario en amigos del gajo de arriba y de abajo. Practica el arte de la conversación que entiende como un género literario más. Habla con todo el cuerpo. En su charla se oye un rumor lejano de esternocleidomastoideo. Ha sido malgeniado y severo. Poco tiempo les quitó a los médicos. A lo largo de su andadura ha narrado la pequeña y la gran historia colombianas. Sabe que los reporteros escriben el primer borrador de la historia.
La crónica que más recuerda entre gallos y medianoche la escribió en Medellín, donde trabajó un breve periodo como enviado de El Tiempo. Era la historia de un crimen pasional entre pájaros en un aviario que tenían los padres franciscanos (¿o salvatorianos?) en La Estrella. Cubrió eventos como la entrega del Nobel de Literatura a García Márquez, con quien tomaba tinto en los cafés del centro bogotano.
Narró desde el aire el ametrallamiento de un avión Hércules de la FAC cuando estaba a punto de aterrizar en el aeropuerto de Managua. Mientras sus compañeros rezábamos y nos arrepentíamos de haber soñado demasiado, el Loco y su camarógrafo Dagoberto Moreno grababan un informe para su noticiero. En ambos acontecimientos me lucré lícitamente del talento periodístico de Castellanos Martínez. Por esos días, muertos de la risa, coincidimos en que es mejor estar vivos que volver a casa convertidos en héroes dentro de un ataúd.
Larga vida para el Loco, quien me dijo una vez mientras nos atragantábamos de empanadas (“empanadeábamos” en su léxico): “Nos le entregamos desnudos al periodismo. Irse del periodismo es como irse de la vida”. En Gonzalo se cumple con creces la arbitraria ecuación del polaco Kapuscinski: Es buena persona y es gran periodista. Con sus casi 98 pianos encima, vive sin nostalgias. No ha tenido tiempo para este bello, pero inútil pasatiempo.