No fue una empresa fácil, pero finalmente lo logré contra toda clase de presiones, incomprensiones, acosos, halagos, amenazas, golpes bajos, pajaritos de oro, excomuniones. Concluida la lucha de  muchas décadas mi felicidad es apenas comparable a la de Colón cuando descubrió en la desnudez de las indias que la reina Isabel no había empeñado en vano sus joyas. O al gozo de Atila, rey de los hunos, cuando diezmaba a los otros. O al de Nerón alumbrándose el ombligo con el incendio de Roma que provocó.

¿En qué consiste ese gozo? Sencillo: amigas y amigos, nunca aprendí a manejar carro. Jamás  imaginé que podría sobrevivir a la envidia que me provocaban de adolescente los vanidosos intrépidos que llegaban a las heladerías o fuentes de soda, haciendo sonar la música celestial de las llaves del carro para que las bellas -muy gasolineras ellas- entendieran de quién había que enamorarse.

Hoy, el teléfono más inteligente que Einstein ha reemplazado las llaves como instrumento para marcar territorio. El perrito lo hace alzando la patica. La ínfima minoría de los que no manejamos carro somos  discriminados, arrinconados, mirados de arriba abajo, pordebajeados. Huyen de nosotros como si el sobaco nunca hubiera estado en contacto con la coalición agua-jabón.

Pero no sólo no sé manejar, sino que notifico que nunca aprenderé. Ni más faltaba que fuera a hacer quedar mal aquello de que loro viejo no aprende a hablar. No podría volver a mirar de frente a esas plumas con garganta que son los loros. Es cierto que manejar da estatus, enriquece el currículo, ubica al conductor entre los mimados de la fortuna. 

Para muchos, manejar es tan importante como navegar en Internet, irla bien con una  suegra platuda o  poder escoger entre diez tarjetas de crédito a la hora de pagar la cuenta. Pero ese derecho a no conducir que permite el libre desarrollo de mi personalidad, también tiene sus compensaciones.

Para empezar, puede uno ir –como lo he hecho yo- en el puesto de adelante atisbando vitrinas o escaparates de medidas 90-60-90. O “reventando” banca de atrás, como perro de rico, mientras el conductor procura no pisarle los callos a los huecos. Como esta naciente ONG, integrada por analfabetas en conducción no es egoísta, acepta donaciones, diezmos, adherentes, simpatizantes. Recuerde, nunca es tarde para  olvidar manejar carro.

Confieso que estas ínfulas de no ser un Fittipaldi más, las habría mantenido para mi espejo y yo, de no haber leído a Gesualdo Bufalino, quien  dice en su Bluf de Palabras: “No sé conducir. Quién sabe por  qué, cuando lo confieso, muchos me miran mal, sospechan una insolencia... Hasta hoy me lo han perdonado, pero, ¿y mañana? Temo imitaciones, denuncias; y, finalmente, como es  natural, un impuesto, como se les imponía a los solteros irreductibles, en mis años de juventud”. Gracias, signore Gesualdo.  (Líneas pasadas por latonería y pintura).