Preguntado un actor de cine: ¿qué hacía usted antes de casarse? Respondió: ¿Que qué hacía? ¡Todo lo que me daba la gana! Respuesta que indica la discriminación en contra de la mujer. Preguntada ella, la respuesta sería muy diferente: ¡muy poco de lo que me daba la gana!
Esos solteros, y otros casados de la misma confesión y respuesta, le han creado mala imagen al matrimonio. Hasta llamarlo la “farisaica institución”. Han incurrido en dos errores: que la felicidad consiste en hacer “todo lo que me dé la gana”, y que el matrimonio es una continuación del noviazgo, siendo muy diferentes.
Por no tener en cuenta lo anterior, alguien hizo esta reflexión en contra de las mujeres: la mujer se casa, espera cambiar al hombre y este no cambia; al contrario, el hombre se casa, espera que la mujer no cambie, y ella sí cambia. Tiene razón la mujer: el hombre al casarse debe cambiar, aceptar ese nuevo estado y no pensar en hacer todo lo que “le dé la gana”. La mujer cambia, porque comprende que hay una situación diferente en su vida. El hombre pretende, erróneamente, que ella continúe eterna novia, y él el eterno soltero. Esto último exige que la esposa, entre los lamentos del marido, deba domesticarlo para reubicarlo en su reciente estado de casado.
Otros afirman que el hombre casado se aburguesa, y deja de aspirar a grandes cosas. Francis Bacon aseguró que quien tiene mujer e hijos le entrega rehenes a la fortuna. Respondo: quienes aspiran a héroes sin tener catadura para tales, dilapidan tontamente su vida. Don Quijote nunca se casó, y precisamente por eso se dedicó a tantas pendejadas, hasta el día final; y solo la muerte pudo curarle en su demencia, cuando eso bien lo hubiese logrado una esposa. Lo contrario lo aseguró Nietzsche: no es el amor sino el matrimonio, lo que enloquece a las personas. Sin embargo, este filósofo terminó loco … aunque también soltero; y además trató de escapar de la soltería, pero Lou Andreas-Salomé no quiso aceptarlo en matrimonio. Vidas que contradicen sus aforismos.
El gran Robert Louis Stevenson sentenció que quien se casa juega el albur de colocar su felicidad en manos de otra persona. Aquí debería intervenir una certera educación para el buen matrimonio, ya desde el hogar y el colegio. Insistir: que si uno de ellos procura el bienestar de su cónyuge, este último así le corresponderá al otro. La bienandanza conyugal en manos recíprocas. Si yo trabajo tu bienestar, tú trabajarás el mío. Y si alguno no corresponde, pues se fregaron ambos. Un “torneo de juicio y generosidad” que, aunque difícil, no será una vana competencia por el poder -egoísta poder- sobre el otro.
Para terminar, un comentario angelical y anticuado. Siglo II a. C., “Leyes de Manú”, que colocaban la gran responsabilidad en el varón: “El hombre solo es perfecto cuando constituye la unión de tres personas: su esposa, él mismo y su hijo”.