Cada año, el 8 de febrero, mujeres japonesas de la costura se dirigen en procesión a sus respectivos templos. Llevan, en elegante estuche de terciopelo, las agujas de coser jubiladas que deberán ser reemplazadas. Ya en ese recinto les hacen una reverencia, les agradecen y las insertan en una elegante tela colgada en la pared. Aunque con pesar las despiden, saben que en ese venerable lugar tendrán paz, soberanía y homenaje. Valoran, además, que esos modestos elementos materiales -las del pespunte y la puntada, siempre a su disposición-, se hermanaron, hijas leales fueron que trabajaron humildes a su servicio. Son costureras de gratitud, y de suave cariño maternal.
En la cultura japonesa ese respeto se extiende a las personas mayores. Entre otras actitudes y demostraciones, el trato a ellas será especial, saludo bajando la cabeza, oyéndolas con cuidado y utilizando en la conversación palabras nobles y de reverencia.
Contrasta lo anterior con el concepto que entre nosotros se tiene del jubilado. Como una carga, como un inútil parasitario enfermizo. Me acuerdo que Alejandro Gaviria, antes de ser ministro de Salud, escribió que el déficit del sistema se solucionaba no prestándoles ese servicio a los mayores de 80 años. A los costosos improductivos. Muertos, una solución.
En ese orden, he compilado expresiones despectivas para con la vejez. Alguien, chistoso, escribió: en esa soledad la única que acompaña a mi abuelo es la artritis. Un tertuliano, no médico hablando como tal: manejan tan pocas energías que se van olvidando de lo que es vivir. Un pragmático, contable: se desayunan y quedan desocupados. Algún escrupuloso: es una obscenidad que el único medio de vivir mucho sea envejeciendo.
Con semejantes actitudes, el viejo se sentirá como un viajero llegando al final de su viaje, a quien solo le resta transitar por la estela de sus nostalgias, acompañado del silencio y la resignación.
Reivindico a los pensionados como reivindico a mis antepasados. Somos lo que somos por ellos; y los que vienen serán lo que serán por nosotros. Los famosos versos de Amado Nervo, “¡Vida, nada me debes! ¡Vida, nada te debo!/ ¡Vida, estamos en paz!”, están incompletos. Un retirado, veterano que ha trabajado y cotizado 25, 30 o más años, no le puede decir a la vida que ella nada le debe. Al contrario, la deuda para con él serán las miles de semanas ahorradas. Y será mucho mayor ese débito si se pudiesen medir el espíritu y los intangibles que les ha aportado a su familia, a su barrio, a su ciudad, a su país.
Sociedad que no reconoce a sus adultos mayores adolece de ingratitud colectiva. Y la ingratitud es una forma de cobardía moral y de egoísmo. Es tratar de situarse por sobre el benefactor. Como dice el proverbio anónimo, el ingrato hiere dos veces, cuando recibe y cuando niega. De sus viejos.
En esta competición o desacuerdo o ingratitudes generacionales, invoco las bellas palabras de un escritor, argentino de prosa inspirada, iluminada y mágica. En “El alfabeto alado”, Mario Satz: “El padre cede los ojos, dicen los sabios en genealogías y herencias; la madre, la inteligencia con que miran”. Claro, porque la madre, además, educa.
Padre y madre, y a los viejos en general, los minusvaloran aquellos, los de las expresiones vejatorias que recopilé antes.