¿Qué es el desamor? ¿Es digno del desprestigio que carga? ¿Existe un des-amor? Vale la pena ir al fondo de ese síndrome que abre fisuras y termina por demoler vínculos de cualquier índole.
El desamor no es una catástrofe súbita. No llega como tormenta ni irrumpe violentamente. Se filtra, se instala en los silencios, en las excusas, en la cortesía tibia de quien ya no quiere, pero tampoco se atreve a partir.
Es un clima interior que cambia de estación sin aviso: un invierno emocional que se disfraza de calma y deja tras de sí una aridez que calienta, pero nada ofrece.
Empieza cuando ya no se ve al otro como universo, sino como espejo. Es el retorno al culto del yo después del milagro del encuentro. Si amar nos descentra -porque amar es habitar al otro, exponerse al temblor de no tener control-, el desamor restaura el eje propio: devuelve al refugio del ego, donde ya no hay riesgo, pero tampoco vida que emocione más allá de los propios límites.
El desamor no duele tanto por lo que se pierde, sino por lo que revela y las carencias que dejó evidentes. Expone el egoísmo que habita bajo la piel de la ternura y muestra cuánto de amor había realmente y cuánto de vanidad. Se sufre no porque el otro se va, sino porque deja de sostener la ilusión de ser dignos de amor.
Conviene distinguir: el desamor es una degradación natural; el des-amor o ‘antiamor’, en cambio, es negación activa. El primero ocurre; el segundo se ejerce. El des-amor se otorga con soberbia: no se va, pero se ausenta; no hiere, pero retira la calidez. Es la frialdad del narcisismo, que prefiere la soledad del yo intacto a la compañía del yo vulnerable. En esa huida construye su cárcel: un mundo en el que nadie puede tocarlo porque nadie puede entrar.
Por eso, el desamor es la parodia moral del amor: su versión descafeinada, donde ya no hay entrega, sino cálculo. Se disfraza de madurez con frases brillantes -“necesito pensar en mí”, “no puedo dar lo que no tengo”-, pero lo que encubre es pobreza de empatía. Amar implica reconocer la humanidad del otro; desamar es borrarla para justificar la huida.
El desamor no solo se siente, también se piensa. Es el producto de una mente que se convence -a veces con elegancia, a veces con cinismo- de que ya no vale la pena cuidar lo que un día dio sentido. Vivimos en una época que romantiza la desconexión: se confunde la serenidad con la anestesia y la independencia con la incapacidad de involucrarse.
Tal vez por eso el desamor se piensa tanto como se siente. Es un mecanismo de defensa del yo contemporáneo: una manera de negar la vulnerabilidad que el amor alguna vez reveló. Pensar el desamor es fingir que no duele, aunque esa necesidad de control sea el síntoma más claro de que seguimos amando.
A la larga, el desamor enseña: a no romantizar la frialdad, a no confundir distancia con dignidad, a no temerle al temblor de estar vivos, pues el amor no fracasa cuando termina; fracasa cuando deja de humanizarnos o solo es un vehículo para dirigir circunstancias.
En tiempos donde todo se mide en costo y beneficio, amar, incluso después del desamor, sigue siendo el acto más lúcido de esperanza y de estar vivos.
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