Hay errores conceptuales que hacen carrera hasta volverse una falsa realidad. Algunos nacen por imposición; otros, por simple descuido. Cuando enseño meteorología siempre comienzo por lo mismo: aclarar el uso errado de la palabra clima para referirse a lo que está pasando hoy.
El clima habla de promedios; el tiempo, por su parte, de lo inmediato, como la lluvia o la tarde de sol que abrasa y abraza. Son cosas distintas, pero la confusión se repite tanto que termina pareciendo verdad.
Algo parecido ocurre con otro concepto que me persigue desde hace años: la creencia de que vulnerabilidad es sinónimo de debilidad. En los vínculos, solemos pensar que mostrarnos tal cual somos equivale a una derrota del ego, un gesto que nos dejaría expuestos, torpes, “cojos”, ignorantes. Una caída del pedestal que algunos temen más que la soledad misma. La confusión es tan profunda que incluso en los noticieros -esa fábrica de lugares comunes- se habla de “población vulnerable” para referirse solo a quienes viven en pobreza.
Pero, ¿de verdad son ellos los únicos vulnerables? Prefiero pensar que vulnerables somos todos. La vida está hecha de fisuras, y pretender que no las tenemos puede convertirse en un autoengaño narcisista: esa ilusión de omnipotencia que nos lleva a rechazar ayuda incluso cuando la existencia nos la ofrece con discreción.
Brené Brown dice que la vulnerabilidad no es una grieta en la armadura, sino el acto más preciso del coraje. Con los años he entendido que no hay atajo a la valentía, solo la templanza de vivir con alma vulnerable. La vulnerabilidad incomoda porque no es la caída, sino el gesto de abrir la puerta sabiendo que puede entrar tanto el amor como el miedo.
Solo quien se siente seguro por dentro se permite mostrarse sin disfraces. Lo contrario -evitar la vulnerabilidad- suele ser un síntoma de algo más frágil: el miedo a ser visto. Y no se trata de romantizar el desbordamiento emocional ni de convertir cada vínculo en un confesionario, sino de reconocer que la vida en común necesita porosidad. La impermeabilidad sirve para materiales de construcción, no para relaciones humanas.
Entre los antiguos, esta distinción no era ajena. Epicteto insistía en que lo fuerte no es lo que no sufre, sino lo que atraviesa el sufrimiento sin perder su centro. Los griegos entendían la vulnerabilidad como parte constitutiva de lo humano; no la evitaban, la nombraban. A lo invulnerable lo llamaban ápeiron: lo indefinido, lo intocable, lo incompleto.
Esa visión desmonta la caricatura moderna que equipara fortaleza con impenetrabilidad. Nadie en la tradición clásica habría confundido ser de piedra con ser íntegro. La piedra es la primera que se rompe cuando la presión sube; lo que no cede, cede peor. Lo flexible, en cambio, dura más y se adapta sin traicionarse.
La debilidad, por su parte, no es un defecto moral, sino una condición temporal. Todos tenemos momentos donde algo en nosotros se detiene. La debilidad es parte de la vida, pero no la define. El problema no es sentirnos débiles, sino temer la etiqueta.
La naturaleza lo demuestra sin poesía: lo que no se expone, se estanca; lo que se estanca, se pudre. La atmósfera se equilibra porque respira. El cielo más estable no es rígido; la tormenta más intensa siempre pasa. Lo vivo no se sostiene desde la dureza absoluta. Al final, la vida no exige invencibles. Busca honestos.
Columna disponible en formato podcast y entrevista en podcast.luisfmolina.com