Alguien rompió algo. No sabemos qué, pero necesitamos que alguien pague. Urgimos en hacerle sentir culpable para subir para buscar alivio espontáneo.
Vivimos obstinados con tener culpables. Se necesita siempre de un aparente culpable para todo lo que nos sucede. Vivimos en una sociedad que confunde la culpa con virtud. Pedimos perdón hasta por disfrutar. Incluso hace carrera una locución contradictoria: “placeres culposos”.
Vamos entre la dicha que lleva a la culpa y los golpes de pecho que nunca resuelven nada.
Desde niños aprendemos que hacer sentir mal a alguien es pecado emocional: “pide perdón”, “mira lo que hiciste”. Así se instala la culpa como deuda afectiva: una moneda que se cobra en silencios, favores o sacrificios.
La denominada “culpa católica” lo enseña bien: nacemos en deuda. El pecado original nos declara culpables antes de cualquier acto. Si la culpa es inherente, la obediencia es inevitable.
En la adultez, ese trato persiste: “yo tengo razón y tú me debes”. Así, el vínculo se convierte en contabilidad emocional. La culpa se transforma en manipulación sutil. Quien logra que el otro se sienta culpable gana un poder silencioso: el poder de que el otro se cuestione, se disculpe, se arrodille emocionalmente.
Vivimos en una cultura que necesita culpables como otros necesitan dioses: para creer que alguien tiene el control. Cuando algo falla, el instinto inmediato no es comprender, sino señalar. Si el caos tiene un responsable, el mundo sigue teniendo sentido.
La culpa se convierte así en un artefacto social de orden. Si hay un culpable, hay un relato. Si hay un relato, hay un final donde alguien paga. La culpa no busca justicia, busca equilibrio. Ese equilibrio, aunque falso, mantiene al sistema respirando.
La culpa es una herramienta de poder porque asegura obediencia y nadie quiere ser el señalado, el que “rompe” la armonía. Así, aprendemos a callar para no desentonar, a obedecer por temor a ser los que “arruinaron todo”.
Michel Foucault decía que el poder no se impone solo por la fuerza, sino también a través de la conciencia. Cuando logramos que alguien se sienta culpable ya no hace falta vigilarlo: se vigila a sí mismo. Hemos aprendido una ecuación que parece inalterable: culpa = castigo. Sentimos culpa y buscamos expiar con silencio, sacrificio, años de penitencia emocional.
Nadie nos enseñó que la culpa también puede ser simplemente información: “hice algo que no quería hacer”, “lastimé sin intención”. Una señal que debería llevarnos a reparar, no a purgarnos.
Dostoievski lo entendió con claridad: en Crimen y castigo, Raskólnikov no es capturado por la Policía, sino por su propia culpa. El verdadero castigo no viene de las autoridades, sino de la cárcel que él mismo edifica en su conciencia.
Por eso, para vencer la obsesión por buscar culpables, hay que distinguir entre culpa y responsabilidad. La primera paraliza; la segunda repara. La culpa se alimenta del pasado; la responsabilidad actúa en el presente. La culpa busca castigo; la responsabilidad busca aprendizaje.
Liberarse de la culpa no significa volverse indiferente, sino honesto. Es dejar de pagar con penitencia lo que puede pagarse con transformación.
Renunciar a la culpa como mecanismo de control no equivale a adoptar indiferencia moral. Se trata de distinguir entre autocrítica sensata y autoflagelo estéril. Ganarle a la culpa es dejar de vivir para expiar y empezar a vivir para comprender y sentir.
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Columna disponible en formato podcast y entrevista en podcast.luisfmolina.com

Luis Felipe Molina