“Desde septiembre se siente que viene diciembre”, dicen quienes aman el fin del año. Pero no para todos es una época alegre: para muchos significa reencontrarse con nudos emocionales y tensiones que se hacen más visibles en una mesa servida con aquellos con quienes se comparte apellido.
Los lazos familiares tienen una fuerza particular: no se eligen. Están dados y, por eso, suelen confundirse con imposición. “Es que soy tu madre”, “porque somos familia” se vuelven frases que exigen obediencia sin cuestionamiento. De ahí surge lo que llamo resignación violenta: tolerar actitudes que no deberían permitirse solo porque vienen envueltas en papel de regalo familiar.
Ese nudo aparece en el rechazo al primo homosexual, en la burla al que piensa distinto, en la desaprobación a quien decide otro camino de vida. También en el silencio forzado: “cállate para que no dañes la fiesta”.
Lo heredamos de generaciones anteriores: el abuelo que imponía su palabra, la abuela que servía hasta la extenuación, padres que repiten un guion sin pensarlo. Lo que hoy llamamos costumbre muchas veces fue violencia tolerada.
A esa resignación se suma el trabajo invisible. En diciembre, madres, abuelas e hijas son cocineras de un banquete que los hombres disfrutan como clientes. Una injusticia asumida como natural en tradiciones permeadas por machismo irracional.
Desde la niñez se siembran fracturas: la niña que aprende que su lugar está en la cocina, el niño al que se le prohíbe llorar, el hermano favorito frente al relegado. La infancia, en muchos casos, no fue refugio sino laboratorio de silencios y resentimientos.
Tampoco faltan las bromas con capacidad de herir: el comentario sobre el cuerpo, la comparación entre primos, la pulla disfrazada de chiste, pues, lo que se dice entre risas se guarda como piedra en el corazón. También, están quienes no logran sentirse parte: los que no repiten fórmulas son tachados de ingratos. En nombre del amor, se excluye.
No es casual que el Día de la Madre sea una de las fechas más violentas en Colombia: bajo el disfraz de celebración, el licor destapa lo reprimido. Como decía Simone de Beauvoir, “la familia es el espejo en el que se refleja el mundo”: en diciembre ese espejo aumenta heridas y prejuicios.
María Zambrano sostenía que “decir es salvarse”. Lo que puede faltar en tantas familias son palabras honestas, diálogos incómodos que no siempre sean pelea. Nombrar lo que duele no traiciona la sangre: la libera.
Aun en medio de esa maraña hay respiros. El humor es uno: la risa aparece cuando algo rígido se vuelve evidente, decía Henri Bergson. La comedia nos permite soportar lo que duele, como muestra Luisa Grajales al parodiar a la mamá controladora o a la tía rencorosa. (Les recomiendo que escuchen el episodio con ella en podcast.luisfmolina.com)
No todos los nudos se deshacen, pero sí podemos decidir cómo convivir con ellos. No se trata de cortar los lazos, sino de evitar que asfixien. La palabra afloja. Los lazos nos sostienen, los nudos nos desafían.
Diciembre, aunque falte tanto aún, refleja con más fuerza lo que queremos preservar y lo que deberíamos soltar. Madurez es reconocer qué lazos cuidar y cuáles dejar ir. Los vínculos familiares son inevitables, pero no están escritos en piedra: pueden ser cadenas o la trama viva que nos sostiene sin asfixiarnos.

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