Los cambios en el orden mundial se dan en todo ámbito. El envejecimiento de la especie trajo nuevas paradojas, como la necesidad de repensar empleo, salud, pensiones y oportunidades financieras y de entretenimiento, antes inexistentes. La Inteligencia Artificial y pronto su mezcla con la cuántica, cambió las guerras: sin drones y antidrones de última generación, es imposible ganar una confrontación bélica aún en conflictos internos, como es nuestro caso.
La democracia, que había llegado para quedarse y tomarse el mundo, está vencida por el autoritarismo y los guetos digitales. La libertad de expresión, sublimada en las redes que todo lo distorsionan y crean grupos de humanos que piensan igual, sin diversidad, no se ve ya como un derecho: para el autoritarismo es una amenaza. La apertura a influencias globales ha sido reemplazada por aranceles y desconfianza regional y mundial, fruto de la ideologización, de la polarización y del regreso de la fuerza.
Se han deteriorado los íconos globales: la democracia tenía uno en los Estados Unidos, donde ahora persiguen a la academia, a los medios, a los opositores y a todo cuanto se salga de su propia visión politizada y plutocrática de la realidad. La economía de EE. UU. lucha por imparcialidad en su información, cuando despiden a quienes publican cifras que no gustan en la Casa Blanca. La Iglesia Católica muestra su rechazo a los operativos anti-migración y a la negación de la crisis climática. La violencia política subió podio electoral norteamericano, donde asesinaron al equivalente de Miguel Uribe, en circunstancias también terriblemente disruptivas.
Europa revive los años treinta del siglo pasado, con extremismos, guerra potencialmente generalizada, esta vez con la amenaza nuclear a la vuelta de la esquina. Los europeos viven inestabilidad, hasta el punto de que Italia parezca lo más sensato.
El mundo en desarrollo ha avanzado, sin duda, en lucha contra la pobreza y en libertades. Pero no logra dar el salto hacia la prosperidad. Primero porque no se une. Segundo, porque en muchos casos prefiere, perezoso, aprovechar las preferencias que ser subdesarrollado trae en materia comercial y política.
China ha decidido no ser más país en desarrollo. El mes pasado, el primer ministro, Li Qiang, informó a la Organización Mundial de Comercio que su país ya no quiere recibir trato preferencial en asuntos como propiedad intelectual, servicios o desgravación del sector agrícola. Tampoco pedirá asistencia técnica para cumplir sus compromisos comerciales. Y manifestó su apoyo explícito, para que otros países en desarrollo mantengan los privilegios.
China, para efectos económicos y a pesar de sus 400 millones de pobres, se salió del mundo en desarrollo y entró solemnemente al desarrollado, al cual ya había migrado en materia geopolítica, militar, tecnológica y ambiental. Su nuevo estatus cambia el comercio como cambió la política. China competirá de igual a igual con Europa y EE. UU., aliviando con éste la tensión arancelaria.
Se abre para los países en desarrollo una fuente de cooperación inmensa que debemos analizar.