Muchos creen que la política es como el televisor: uno puede apagarlo cuando se cansa del ruido. Pero la realidad es diferente: la política es ese vecino que entra sin avisar, se sirve un tintico y termina opinando sobre dónde ponemos los muebles. Si nosotros no nos metemos con la política, ella -muy juiciosa- se mete con nosotros.

Por eso, aunque diciembre huela a natilla y a tregua emocional, la democracia no descansa. Y menos nuestra democracia, que funciona como una aplicación tecnológica mal diseñada: bonita en apariencia, pero hecha para que solo unos pocos encuentren los botones importantes, y el resto de la ciudadanía haga clic y no pase nada. Literalmente, nada.

Este diseño no es casual. Llevamos décadas reduciendo la participación ciudadana a ese “ritual patriótico” de votar cada cuatro años, mientras el establecimiento -con sus maquinarias cerradas, sus trámites imposibles y sus amistades peligrosas- decide casi todo desde arriba. Y claro, cuando uno ve, aún hoy, que quienes mandan -el poder fáctico- tratan lo público como si fuera su finca familiar, pues es normal sospechar que la democracia está instalada en “modo invitado”.

Treinta años del paradigma político construido alrededor del uribismo no solo dejaron instituciones capturadas y decisiones tomadas sin nuestra participación, sino que moldearon nuestra percepción: nos enseñaron que “oposición” significa bloqueo, y que “polarización” es violencia o pecado. Pero si cambiamos el paradigma (sí, esa palabrita de clase de filosofía), descubrimos algo interesante: la diferenciación es sana, y la oposición, lejos de ser berrinche, entrena para gobernar mejor cuando llegue el turno.

Aquí es donde necesitamos nuevos lentes. La Gestalt -esa corriente sicológica que explica cómo organizamos lo que vemos- diría que seguimos mirando la realidad con una figura equivocada: la política como terreno ajeno, exclusivo y peligroso. Y mientras esa figura domine el fondo actuaremos como siempre: solos, temerosos y resignados, porque “así es Colombia”. Pero el fondo cambió. El país cambió. Y el paradigma viejo ya no sirve para explicar y actuar frente a lo que hoy sucede. La política alternativa no es un capricho, es la consecuencia natural de una democracia que intenta respirar, después de tanto cierre de ventanas.

Lo interesante es que existen diferentes formas de “hackear el sistema”, una de ellas es la acción colectiva, que no es un código secreto, estilo Matrix: la ciudadanía organizada, informada y conectada, puede convertir las figuras problema -las tierras baldías sin repartir, la falta de acceso a la vivienda, las personas sin salud ni educación, la economía popular sin apoyo, los corruptos eternos sin castigo, por ejemplo- en tareas comunes que reclaman cierre, las puede convertir en causas sociales. Y cuando una comunidad decide cerrar una figura, actuar frente a una causa común, no hay maquinaria que la detenga.

Círculos de estudio, redes de inteligencia colectiva, plataformas digitales para deliberar (como las Mesas de Unidad Popular), cabildos abiertos convocados desde abajo… todo eso existe, falta que lo asumamos como el nuevo manual de instrucciones para una democracia que quiere actualizarse. Porque sí se puede, y hay con quién y porque; si algo nos enseña este cambio de paradigmas es que “el establecimiento” solo es gigante mientras la gente esté sola, resignada y temerosa; cuando nos juntemos en un frente amplio, el gigante se empequeñece. Y ahí, justo ahí, empieza la verdadera política.

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Posdata: frente a las amenazas del imperio haremos de la dignidad una causa común, o el viejo paradigma llevará a algunos a pensar que, con tal de defenestrar a Gustavo Petro, ¡qué importa si nos invaden!