He dicho que el progresismo no es una ideología de ruptura, es una propuesta que supera la vieja obsesión de destruirlo todo para imponer un nuevo modelo, y se fundamenta en la justicia social, la inclusión, la sostenibilidad y la participación ciudadana, valores despreciados por el modelo depredador que nos gobernó hasta hace poco. Por eso, liderar la transición del “neoliberalismo medieval” al progresismo no es tarea sencilla, menos aún cuando la oposición ha cooptado las tres ramas del poder y usa el miedo como su arma más eficaz. No cualquiera asume ese desafío.

Gustavo Petro es un presidente con propósito. Nadie puede negar su visión de país ni su compromiso con un cambio estructural. Desde la psicología humanista -la de Carl Rogers y Abraham Maslow- el presidente encarna la búsqueda de autenticidad: cree en lo que dice y dice lo que cree. Su discurso sobre justicia social, transición energética y derechos humanos conecta con los sectores históricamente marginados, y en ello reside una de sus mayores fortalezas: su coherencia moral.

Destaca su empatía social, un rasgo ligado a la teoría del aprendizaje social de Albert Bandura. El presidente no habla desde la torre del poder, habla desde la experiencia compartida del dolor y la desigualdad. Su liderazgo busca despertar “agencia”, esa capacidad ciudadana de actuar y transformar. Y su apuesta por la participación popular es, además, profundamente pedagógica: enseña que el cambio no viene de arriba, que surge del constituyente primario.

Desde la psicología existencial, inspirada en Viktor Frankl, Gustavo Petro aparece como un político que busca sentido en la adversidad. Sus discursos reinterpretan el pasado -el conflicto, la exclusión, la violencia- para construir un relato de esperanza. Esa dimensión simbólica es esencial para todo líder progresista: otorga sentido a la transformación y la inscribe en la historia.

Pero las fortalezas sin resultados no bastan. Desde la psicología organizacional, James MacGregor Burns, el liderazgo transformacional combina inspiración con eficacia, y esa síntesis aún le cuesta en su administración, afectada por la rotación ministerial (no se han leído su programa, les dice) y por la dificultad para concretar reformas (tiene el cargo, pero no el poder), y es evidente que sus opositores hacen todo lo posible -y algo más- para que fracase.

Según la teoría de la inteligencia emocional de Daniel Goleman, su estilo comunicativo, a veces confrontativo, limita su capacidad para mantener el diálogo y la serenidad política. Su tendencia a contraponer “pueblo” y “élites” refuerza la adhesión de sus bases, pero dificulta los consensos amplios (mayorías), imprescindibles para sostener cualquier proyecto de cambio.

Desde la teoría de Bandura, el presidente Gustavo Petro ha despertado la conciencia ciudadana, pero aún no logra consolidar la autoeficacia colectiva: la convicción de que el país puede transformarse con organización ciudadana (causas sociales), no solo con discursos. Se entiende: tantos años de explotación y violencia continua conspiran contra la decisión de dejar de tener miedo y empezar a ejercer el poder popular.

Su reto no es solo de propósito, también es de método. Gustavo Petro tiene la visión y la ética de un líder progresista, y puede fortalecer la calma y la técnica del estadista. Si logra unir ambas dimensiones, la esperanza se convertirá en legado. Pero el cambio del país no depende de un solo hombre: requiere que la gente se anime a ir de frente, de “frente amplio”.

Posdata: El reciente fallo a favor de Álvaro Uribe volvió a poner de moda la frase de los abogados de la mafia: “en el tribunal arreglamos eso”.