Hace unos días escribía un texto académico para una universidad de Manizales. La persona que lo editaba me hizo un comentario sobre una cita dentro de una cita: me preguntó en dónde estaba la referencia de esa cita en la cita. Le respondí sin pensarlo mucho: se supone que las citas de las citas no se referencian. Después me pregunté: para ser riguroso a propósito de los estándares académicos contemporáneos, ¿tendría que referenciar la cita de la cita, y luego la cita de la cita de la cita, y así en lo sucesivo?

Alguien podría levantar la mano y decir: “Según las normas APA…” y etc., etc. Pero no era un asunto de las “normas Apá”. Pensar en círculos y relacionarlo con los textos académicos no es un exabrupto: la autocitación para mejorar los índices de productividad de investigadores en revistas científicas es una práctica circular tan común como que los contratistas voten por los políticos que los contratarán para que vuelvan a votar por ellos.

Pablo Rolando Arango escribió hace quince años un artículo llamado “La farsa de las publicaciones científicas” en la revista El Malpensante. Ahí esbozaba unas críticas sobre la manera en que, luego del Decreto 1279 de 2002 (por el cual se establece el régimen salarial de los docentes de universidades estatales), las publicaciones académicas se convirtieron en una suerte de (¿adivinen de qué?) círculo de complacencias para subir puntos y aumentar salarios.

A los sueldos megagordos de algunos profesores universitarios hay que sumarle otra arandela: el yo con yo académico: la autocitación. Un artículo del journal “Plos One” de diciembre de 2023 muestra que Colombia —entre 50 países estudiados de 1996 a 2019— está en el grupo de los 12 con tendencias anómalas en publicaciones científicas: mientras que en la mayoría las prácticas académicas de autocitación han bajado, en Colombia se mantienen junto con los grupos de citación cruzada (en más palabras circulares, carruseles de citación). El texto sugiere una causa: los incentivos perversos de las políticas públicas que solo se fijan en aumentar la productividad.

El País de España publicó el año pasado un reportaje en el que denunciaba las empresas multinacionales a las que han bautizado como “granjas de citas” o “fábricas de papel”. A cambio de dinero, les ofrecen a investigadores ser coautores de artículos de temas en los que no son expertos, cuyos otros autores ni conocen —ni sabrán pronunciar su nombre—. Hay “investigadores” españoles que llegan a publicar más de cien textos en revistas científicas al año. La gran editorial de revistas de este tipo, MDPI, bajó los estándares para que cualquiera pueda publicar, siempre y cuando tenga el rigor académico de pagar hasta 2.500 euros. Y, así, todos ganan como en un cartel de las citas.

Aquello que criticaba Arango se ha sofisticado, pero por lo menos nos queda reírnos. El reportaje de El País señalaba estudios como el tratamiento de enfermedades de las encías con veneno de abeja o el flujo de calor de un nanomaterial. Imaginé que me podría volver un investigador senior con una investigación sobre la estabilidad antropomórfica por el crecimiento circular de la uña del dedo gordo del pie izquierdo, junto a mis grandes colegas de Birmania.

Julián Bernal Ospina