Hay momentos en la historia de un país en los que uno siente que algo más profundo que la política se está erosionando. No es solo la economía que se desacelera, ni la inseguridad que asciende, ni los escándalos semanales que estallan desde el Gobierno. Es algo más íntimo, más esencial: la confianza pública, ese pilar invisible que sostiene a una nación aun cuando todo lo demás tambalea. En el Gobierno de Gustavo Petro esa confianza se ha ido resquebrajando como un vidrio expuesto a un golpe tras otro.
La confianza no se decreta. Tampoco se improvisa. Se cultiva día a día con ejemplos claros, gestos coherentes y un sentido profundo de responsabilidad pública. Nuestros abuelos lo sabían. Eran hombres y mujeres formados en valores que no necesitaban manuales ni discursos progresistas para sostenerse: el respeto, el decoro, la palabra dada, la responsabilidad, la templanza, la honradez.

Con esos seis valores -y otros tantos que impregnaban la vida cotidiana- levantaron familias, construyeron comunidad y dieron forma a ciudades enteras que hoy admiramos. Ese legado moral era más fuerte que cualquier ideología: era la certeza de que el ejemplo propio es la primera y más poderosa forma de autoridad.
Hoy, en cambio, este Gobierno ha convertido el ejemplo en un artefacto ornamental: algo que se invoca en X, pero que no se practica en la realidad.
¿Cómo pedirle a un país que confíe cuando quienes deberían encarnar la rectitud se pierden entre contradicciones, peleas internas, improvisaciones, insultos, teorías conspirativas y una larga colección de escándalos? ¿Cómo recuperar la fe pública cuando la palabra del presidente cambia según el clima del día, cuando se gobierna con desorden emocional, cuando no existe la templanza para asumir errores ni la responsabilidad para corregirlos?
Nuestros ancestros no hablaban de “pactos históricos”: hablaban de cumplir la palabra. No prometían refundar la sociedad desde cero: prometían trabajar, respetar, sostener lo que otros ya habían construido. No desacreditaban instituciones porque no les servían, las mejoraban con paciencia y carácter. Ellos entendían algo que este Gobierno ha decidido ignorar: la autoridad moral no se impone, se encarna.
El deterioro de la confianza pública no ocurre de la noche a la mañana. Es un proceso lento en el que cada episodio suma: un ministro que renuncia entre contradicciones, un escándalo que se tapa con otro escándalo, un ataque a la prensa seguido por un ataque a la oposición, decisiones improvisadas en materia energética y económica, peleas con empresarios, señales confusas a los inversionistas, mensajes ambiguos sobre la seguridad, silencios cómplices frente a episodios graves.
Cuando la ciudadanía siente que quienes gobiernan viven peleados con la verdad y con el ejemplo, el tejido moral se rasga. Por eso esta crisis no es solo política: es ética. Es una crisis que revela que el país no solo está mal gobernado; está siendo mal referenciado. Porque Petro no solo administra mal, enseña mal. Y cuando el referente falla, la sociedad se desorienta.
Colombia merece volver a mirar hacia esos valores que nos sostuvieron. No para idealizar el pasado, sino para recordar que una nación se levanta con ejemplo, no con excusas. Y que la confianza es demasiado valiosa como para dejarla en manos de quien no sabe cuidarla.