Decía un viejo de “recia armadura” moral, que la memoria conserva, que era “mejor trabajar de malas que jugar de buenas”. Y les advertía a sus hijos: “Hay dos cosas detestables: el juego y la mentira”. Se desconocía entonces que el juego y la mentira son dos patología, o enfermedades, de difícil tratamiento y curación, entre otras cosas porque la creencia es que ludópatas y mitómanos son viciosos, que inspiran rechazo más que tolerancia. Pero como el poder y la plata disimulan las picardías, los mentirosos en política no son tales sino “hábiles”, que suscitan cierto grado de admiración; y los juegos de azar se incrustaron en la sociedad de tal forma que para los gobiernos son una fuente de ingresos, destinados a la salud, para ennoblecer sus efectos negativos en la sociedad. Las loterías, inclusive, son empresas comerciales del Estado; y el chance, inicialmente clandestino por considerarse una competencia nociva para las loterías oficiales, finalmente adquirió patente de corso, se regó como verdolaga por todos los espacios urbanos y creó unas empresas económicamente poderosas, que en algunas partes dominan los negocios y la política. Y agréguense a los anteriores los casinos, que ocupan amplios y costosos locales en todos los centros comerciales urbanos, y son los primeros que se instalan apenas se inauguran éstos. Dos casos relevantes en Colombia de empresarios de juegos de azar que han adquirido relevancia política, con desastrosos resultados para la administración y la moral públicas, están, el uno, en algunos sectores de la Costa Atlántica, en los que impera “La Gata”, y el otro en el Quindío, de cuyos destinos político-administrativos se adueñaron don Emilio y familia. Seguramente debe haber muchos más casos en otras regiones del país.
En la manía o adicción a los juegos de azar hay que distinguir a los tahúres profesionales de los jugadores. Los primeros van a la fija, no arriesgan nada. Son los dueños de empresas chanceras y casinos; y rematadores de juegos de azar, en poblaciones donde se celebran fiestas populares, previo el pago de impuestos a la administración local. Los otros, los que pierden o ganan, son enfermos (ludópatas). Fue el caso del escritor ruso Fiódor Dostoievsky, a quien el juego llevó a la ruina económica, a tal punto que las deudas adquiridas e incumplidas le hicieron acreedor a purgar una condena en Siberia, de donde salió un libro suyo: La ciudad de los muertos; y de su experiencia El Jugador, en el que describe con lujo de detalles la psicología del jugador compulsivo. Otro caso conocido fue el del maravilloso barítono colombiano Carlos Julio Ramírez, exitoso en su país y en los Estados Unidos y Canadá, a quien el juego llevó a la ruina económica, además de su galantería y enamoramiento, con varios matrimonios, cuyos divorcios resultaron ruinosos.
Referentes mundiales del juego son Las Vegas, en Estados Unidos, ciudad para turistas de casinos; y Mónaco, en Europa, un estado que vive del azar organizado. Allí acuden los millonarios a probar suerte. Los de buenas, celebran con champaña, y algunos de malas, resteados, antes que enfrentar la ruina, se pegan un tiro.