El sistema de gobierno que se creó en la antigua Grecia y echó raíces en casi todo el mundo, exceptuando monarquías absolutas, teocracias y dictaduras, se inspiró en objetivos nobles como el bienestar material de los pueblos y la superación económica, intelectual y espiritual de las personas, para lo cual quienes inspiraron e implementaron la democracia proponían, en el principal de los enunciados doctrinarios, que el pueblo escogiera gobernantes y legisladores mediante el voto popular, respetando las decisiones de las mayorías, como un mandato de obligatorio cumplimiento.
En Occidente, que incluye a buena parte de Europa y a toda América, la democracia ha sido la fórmula de gobierno por excelencia; y cuna de líderes paradigmáticos cuyos nombres permanecen en la memoria histórica universal como referentes del progreso y desarrollo de las comunidades y la puesta en práctica de modelos materiales, científicos y filosóficos de gran impacto para la superación humana, lo que implica una supremacía sobre otros pueblos, que parecen detenidos en el tiempo, primitivos y elementales.
Naciones aferradas a anacronismos gubernamentales, orientadas por autócratas insuflados por delirios de poder absoluto, soportados en la fuerza de las armas, avanzan en recursos bélicos y languidecen en valores morales, progreso material y calidad de vida. Sus habitantes carecen de los más elementales recursos para la supervivencia; y algunos se aventuran a migrar hacia países desarrollados, aun soportando dificultades atroces y enfrentados a odiseas novelescas y al rechazo de países desarrollados, para los que los migrantes son incómodos, perjudiciales y repudiables.
Llama la atención, entonces, que países que han disfrutado las mieles de un sistema humanitario por excelencia, como la democracia representativa, de un momento a otro sus ciudadanos se dejen arrastrar por líderes y caudillos de precaria formación práctica e intelectual, y sin valores éticos, delirantes y corruptos, inconscientes e irracionales, ciegos y sordos ante las enseñanzas de la historia, que seducen seguidores con discursos demagógicos, insustanciales y falaces.
Casos concretos son Colombia y los Estados Unidos. En 2022, los electores colombianos tuvieron que escoger entre dos malos el menos malo, mientras que se han desaprovechado verdaderos estadistas en el juego de las vanidades y la influencia de intereses mezquinos. Esos valores democráticos van pasando desaprovechados a la reserva histórica. Ahora los Estados Unidos presentan un cuadro patético. Por muchos años ese país ha sido líder de la más exquisita democracia y en noviembre próximo sus electores tendrán que optar por elegir presidente a un millonario corrupto, ignorante, racista, xenófobo y déspota; o por reelegir a un anciano decadente, cuyo destino lógico tiene que ser el retiro, cerrándoles el paso a estadistas de trayectoria, y reconocida solvencia moral, que miran perplejos el espectáculo. Un sistema electoral confuso y la influencia de intereses oscuros, ajenos al bienestar de los estadounidenses, serán los responsables del crack democrático de la patria de Lincoln.