Llegué a Génova en bicicleta eléctrica, con el mar a mi izquierda y la tarde deshaciéndose en un gris dorado.
El puerto olía a sal y a gasoil.
Las calles se fueron volviendo más estrechas hasta que el GPS se rindió; me quedé solo con el zumbido del motor y el rumor de la ciudad vieja.
Así entré en la Maddalena, el corazón antiguo y contradictorio de Génova.
Los caruggi parecían un laberinto húmedo, tallado por siglos de pasos.
A cada esquina, una puerta entreabierta, una voz, un perfume.
La guía turística lo había dicho con tono seco: “No tomen fotos a las prostitutas”.
No lo dijo por moral, sino por respeto, o quizás por miedo.
El barrio tiene sus reglas, invisibles pero firmes.
Allí nadie pregunta, nadie finge. Las reglas son demasiado viejas.
Apagué la bicicleta y seguí a pie.
El aire era espeso, como si el tiempo se hubiera quedado detenido entre las paredes.
Fue entonces cuando vi la iglesia: pequeña, casi escondida, como un secreto que la ciudad se reserva.
Entré.
Adentro, la penumbra olía a madera y a incienso viejo.
Y enseguida los vi: los confesionarios.
Obviamente demasiados.
Una hilera de puertas idénticas, una tras otra, como si la culpa aquí precisamente hubiera tenido más espacio que la fe.
Me quedé quieto, escuchando el crujido del silencio.
Sobre el arco principal, un cartel dorado decía: Indulgenza plenaria quotidiana.
Una indulgencia diaria.
El perdón en horario continuo, renovable como el deseo.
Entonces comprendí.
La iglesia estaba en el centro exacto de un intercambio que lleva siglos repitiéndose.
A un lado, los cuerpos que se ofrecen.
Al otro, las almas que se redimen.
Y entre ambos, Génova, que no juzga: comercia.
Lo ha hecho siempre.
Solo cambian los rostros, los idiomas, los precios.
Volví a salir.
El aire del callejón me golpeó con su mezcla de perfume barato y sal marina.
Una mujer me miró sin curiosidad.
Detrás de ella, el mar parecía latir al fondo de la ciudad como un corazón cansado.
Monté de nuevo en la bicicleta.
El motor eléctrico zumbó apenas, un sonido nuevo en una calle donde todo parece antiguo.
Y mientras avanzaba despacio hacia el puerto, pensé que en la Maddalena nada cambia: ni el oficio, ni la culpa, ni el perdón.
Solo el aviso de no tomar fotos.
El resto -como la fe, como el deseo- sigue igual.