Desde hace más de 40 años, Colombia persigue la paz atravesando su propio derecho. Todo comenzó en los 80, cuando el país decidió que el castigo no podía ser la única respuesta a la guerra. La Ley de Amnistía de 1982, bajo Belisario Betancur, abrió la puerta a un gesto inédito: perdonar para conversar. El Estado suspendió, por primera vez, su poder de castigar en nombre de la reconciliación. La guerra civil dejó de ser solo un problema de orden público para convertirse en una cuestión de diálogo político.

A partir de entonces, cada intento de paz fue también una suspensión del derecho común. En los 90, las desmovilizaciones del M-19, el Epl y el Quintín Lame se construyeron sobre el indulto: un pacto tácito según el cual el delito político no merecía la cárcel sino una segunda oportunidad. La nueva Constitución de 1991 hizo de la paz un derecho fundamental. Desde entonces, perdonar dejó de ser un gesto de clemencia para convertirse en una política de Estado.

Cuando la violencia paramilitar fracturó al país, la Ley de Justicia y Paz del 2005 propuso una fórmula intermedia entre castigo y olvido. No hubo impunidad, pero tampoco justicia plena: penas reducidas a cambio de verdad. Fue el comienzo de una nueva racionalidad jurídica, donde el perdón se negocia y el crimen se administra. Ya no se trataba de absolver, sino de reordenar la memoria.

El ciclo siguiente llevó esa lógica más lejos. El Marco Jurídico para la Paz del 2012 y el Acuerdo Final del 2016 con las Farc consolidaron la idea de que la justicia puede transformarse en instrumento político. La Jurisdicción Especial para la Paz nació como un tribunal paralelo, capaz de imponer sanciones restaurativas en lugar de prisión. El Estado, que antes castigaba al enemigo, ahora lo escucha. La excepción dejó de ser transitoria: se volvió estructura.

La paz con legalidad, durante el Gobierno de Iván Duque, intentó devolver el proceso al cauce del derecho ordinario. Pero el intento reveló una paradoja: la normalidad jurídica ya no existe. Cuatro décadas de negociaciones, amnistías y jurisdicciones especiales habían cambiado la naturaleza del derecho penal colombiano. Lo extraordinario se había vuelto costumbre.

Hoy, con la política de Paz Total, el país amplía otra vez los márgenes del perdón. Ya no solo se negocia con guerrillas, sino también con bandas y estructuras criminales. La excepción se universaliza. Colombia ha construido un derecho que se suspende para sobrevivir: un sistema en el que la ley cede, una y otra vez, ante la promesa de la reconciliación.

Desde la calle, el ciudadano asiste a este largo proceso con una mezcla de esperanza y escepticismo. Ve desfilar regímenes, leyes y tribunales que prometen cerrar el ciclo, pero todos terminan abriendo otro. Aprende, sin quererlo, que en Colombia los malos siempre salen bien librados: unos porque se amparan en causas políticas, otros porque hallan refugio en la burocracia del perdón.

El ciudadano común, que nunca empuñó un arma, siente que la ley lo vigila con rigor mientras a los violentos los absuelve con comprensión. Así, el respeto por la norma se vuelve una forma de ingenuidad y la transgresión, una estrategia rentable.

En el fondo, la historia de la paz en Colombia no es la historia de un acuerdo, sino de una transformación jurídica. Cada ley, cada decreto, cada comisión, ha sido una grieta abierta en el muro del castigo. Y de esas grietas ha surgido algo más duradero que una tregua: una nueva forma de entender la justicia, donde el perdón, más que una renuncia, se vuelve una manera de gobernar.

Pero si cada régimen inventa su propio perdón, la justicia deja de ser común y la paz se convierte en costumbre de excepción. Quizás ha llegado la hora de hacer lo contrario: perdonarlo todo para poder volver a creer en la ley. Solo cuando la norma vuelva a ser igual para todos, el ciudadano podrá dejar de pensar que los malos siempre ganan.