“¿Saben cuál es la atracción más visitada de Portugal?”, exclamó el guía girándose hacia nosotros con su ambiguo aire de Thor y Jason Momoa mientras remontábamos en fila india la ladera de la Rua das Carmelitas. Con la iglesia del Carmen despuntando a sus espaldas y la Torre de los Clérigos escoltándonos las nuestras, las posibilidades de acertar se disparaban al 50%. “Esa librería de allí”, dijo señalando al número 144, justo al otro lado de la calle, donde una fila que desbordaba la cuadra se formaba frente a una estrecha fachada con dejes de castillo medieval y en la que la inscripción “Lello & Irmão” se podía leer en grandes letras de imprenta de Gutenberg.

Autopromocionada como “La librería más bonita del mundo”, la Librería Lello es seguramente la única en su tipo en poder presumir de que sus visitantes deben comprar una entrada anticipadamente para visitarla. Un santuario literario que alberga más de 155 años de historia, anclado en uno de los puntos con mayor flujo turístico de Oporto y que goza de la leyenda, ya desmentida por su propia protagonista, de que J.K. Rowling supuestamente se inspiró en su imponente arquitectura de estética barroca para darle vida a los pasillos de Hogwarts por los que corretearía un joven Harry Potter. Con toda aquella mística, era inevitable que se convirtiera en un lugar de culto instagrameable y eso es lo peor que le pudo suceder.

Entrar a la Librería Lello hoy es una experiencia de notas agridulces, por lo menos si lo que quieres es, naturalmente, comprar un libro. Sí, es un edificio tremendamente bonito que potencia la venta de las obras editadas por la misma librería, ejemplares de clásicos de la literatura con gran diseño y preciosos bordes dorados que se ven fabulosos en cualquier estantería, pero una vez dentro no se respira el aire litúrgico que uno esperaría del templo supremo de las letras. Al contrario, te sientes dentro de una banda transportadora, empujado por estrechos pasillos gracias a la inercia de los demás visitantes que te da el recorrido hasta sacarte de vuelta sin oportunidad de parar para apreciar una portada sin causar un auténtico traumatismo en el tráfico peatonal.

Y entre medias tienes a los influencers, colapsando la icónica escalera central que da entidad a todo la estancia con sus palitos de selfies en alto mientras retransmiten en directo y en múltiples idiomas los diversos cebos tiktokeros que la librería ha plantado por doquier: la exposición de luces fluorescentes dedicada a “El Principito”, la habitación con carteles reposteables que homenajea a José Saramago, los murales gigantes con portadas de ganadores del Premio Nobel que claman por un like innegable. 

Los administradores de la Librería Lello son conscientes del tirón mediático de su producto en las redes sociales y participan gustosos de aquel juego para instagramear la cultura y en el que los libros son lo menos importante. Tras conseguir salir, y con una indisimulable sensación de vacío interior, sólo pude contestar “preocupante” a la pregunta de mi novia sobre qué me había parecido todo.