En el café Julith de Dubái, en Emiratos Árabes Unidos, una taza del café panameño más caro del mundo cuesta a los millonarios jeques y empresarios del lujoso lugar casi 1.000 dólares, o sea unos cien dólares por sorbo de la bebida. Negocios exóticos de Oriente Medio y Asia, donde florecen extravagantes tiendas de lujo para millonarios, magnates, potentados o príncipes, pujaron para comprar 20 kilos del elixir panameño y los emiratíes ganaron y pagaron por la carga 640.000 dólares.
Solo cosas así ocurren en Dubái y otras localidades árabes de moda donde príncipes y jeques nadan entre cientos de miles de millones de dólares que obtienen de la riqueza petrolera y las manipulaciones financieras mundiales. En esas ciudades que aspiran a superar a Nueva York y todas las capitales del mundo occidental, florecen los más altos rascacielos y se construyen barrios con forma de palmeras.
El derroche es tal, que se dieron el lujo de regalar al pobre rey Juan Carlos de España 100 millones de dólares, que él se apresuró a esconder con sus asesores en los paraísos fiscales. Todos los líderes mundiales se hacen los de la vista gorda ante los abusos de derechos humanos cometidos en aquellos países donde se aplica la estricta ley islámica a los de a pie, mientras las élites gozan de los placeres.
En esos países reina la pena de muerte y muchas mujeres son azotadas o lapidadas y tienen prohibido actividades que son comunes en casi todo el mundo, como conducir vehículos, estudiar libremente, ir a cine o a hoteles solas y sin la tutoría de un hombre. El príncipe heredero Bin Salman, quien trata de modernizar a su país, aligeró algunas de las restricciones y gracias a su inmenso poder económico logró hacer una campaña publicitaria para vender los parabienes de su país y las múltiples innovaciones que están en curso.
Ya en los Siete pilares de la Sabiduría, de Lawrence de Arabia, se cuenta con detalle las campañas militares que realizaron en esos territorios las potencias mundiales para reconfigurar las fronteras después de la caída del Imperio Otomano. Muchos de esos países artificiales son aliados de Estados Unidos y Occidente y se han convertido en ejes cruciales de la plutocracia del mundo, haciendo uso de sus inmensas reservas petroleras y las gigantescas masas financieras en su poder.
De precarios y rústicos desiertos recorridos por el militar británico, camellos, aves y beduinos, se han convertido en vitrinas del mayor derroche posible. En sus mansiones, palacios, hoteles y condominios de lujo viven todos los magnates que buscan huir de los impuestos o los mafiosos mundiales o exdictadores que se camuflan allí para lavar su dinero y dirigir sus acciones con bajo perfil a control remoto.
Para todos esos potentados, pagar mil dólares por una taza del exquisito café panameño en la cafetería Julith no es nada, es solo el equivalente de la más mínima moneda de cualquier mortal planetario. Pueden incluso tomar dos o tres tazas más y luego pasar a libar otros elíxires, antes de viajar a París o Londres, donde pagarán 50.000 o 100.000 dólares la noche en alguno de esos hoteles legendarios como el Ritz o el Crillon de la capital francesa, donde recalan jeques, bandidos de cuello blanco y estrellas mundiales de la farándula.