El mexicano Gonzalo Celorio (1948), nuevo Premio Cervantes, se inscribe dentro de una muy sólida tradición mexicana de escritores integrales que a la vez son académicos, altos funcionarios culturales y editoriales, humanistas, bibliófilos y polígrafos. En México esa tradición fue muy fértil en el siglo XIX y aun más en el siglo XX, desde que el gran José Vasconcelos, académico de la UNAM y ministro de Educación de la Revolución, se convirtiera en un maestro de juventudes, padre de la patria, que difundió a los clásicos en ediciones cuidadas para el pueblo y después dejó una obra vasta y brillante, en la que se destacan sus magníficas Memorias, iniciadas con el Ulises Criollo.
Después de él, ya con la revolución institucionalizada, se destacaron escritores funcionarios como Salvador Novo, Jaime Torres Bodet, José Gorostiza, Carlos Pellicer, Octavio Paz, Jaime García Terrés, Carlos Fuentes y tantos otros cuya lista sería interminable. Ya en la generación de Celorio figuran su gran amigo Hernán Lara Zavala, sobre quien escribe un libro en la actualidad, Carlos Montemayor, Guillermo Samperio, Vicente Quirarte, Adolfo Castañón, Evodio Escalante y tantos otros que han sido fieles a la literatura, a la crítica y al ensayo a lo largo de las décadas y embajadores y anfitriones en México de los escritores hispanoamericanos.
Desde la dirección de Difusión Cultural de la UNAM, Celorio y Lara Zavala desempeñaron un gran papel en la difusión de la literatura hispana y latinoamericana contemporánea y fueron quienes invitaron y recibieron a decenas y decenas de autores de todo el continente, que eran publicados en las prensas de la UNAM o invitados a las ferias del libro.
En ese marco, una noche estuve en alguna de aquellas fiestas que Celorio armaba para los autores invitados en su casa biblioteca, aquella vez con autores venezolanos, argentinos, peruanos, colombianos y de otras nacionalidades que antes de partir a Guadalajara recalaban en su casa para celebrar la llegada al gran país hermano del norte, el gran México prehispánico, barroco, surrealista y moderno al que todos desean llegar.
Me acuerdo que estaban entre otros los venezolanos Ednodio Quintero, José Balza, y Salvador Garmendia, el narrador que también fue gran amigo de otro Premio Cervantes reciente, el poeta Rafael Cadenas. También se encontraba allí la escritora argentina Luisa Valenzuela. Poco a poco la fiesta se animó y Celorio, de abuelos españoles e hijo de canaria que vivió en Cuba, animaba la fiesta con alegría caribeña, española y chilanga.
Ahí ocurrió algo que nunca he olvidado y me abrió la amistad con Salvador Garmendia (1928-2001), el de Memorias de Altagracia, hombre que llevaba el cabello y la barba muy largos y tenía la imagen de un escritor ruso decimonónico y un corazón rebelde de niño genial, al que le ocurrían sucesos extraordinarios.
En medio de los vinos y los whiskys y las conversaciones apasionadas sobre literatura y vida, Salvador se sentó en un butacón como en el que se sienta ahora a sus venerables 77 años Gonzalo Celorio, y al hacerlo saltó desde las altas estanterías de libros de su biblioteca de 12.000 ejemplares un ídolo azteca de piedra que voló por los aires y cayó directamente sobre la cabeza del venezolano, que curtido por su juventud rebelde de provincia y sus aventuras, no resultó por fortuna herido ni afectado por ningún traumatismo craneoencefálico. Luisa Valenzuela y todos acudimos en su ayuda y pronto nos dimos cuenta que no había pasado nada y solo se trataba de un gesto del inframundo piramidal hacia el narrador venezolano.
Luego al otro día viajamos en un tren hacia Guadalajara y Celorio animó el viaje de todos con su gran elocuencia y gracia. Y ya en la ciudad, Garmendia y yo nos escapábamos de las largas sesiones de mesas redondas literarias para deambular por Guadalajara visitando los murales de Orozco y Siqueiros y el gigantesco mercado popular donde se veían enormes cabezas de vacas y cerdos y reses enteras en medio de la colorida algarabía de esa gran tierra jalisciense donde nacieron Juan Rulfo, Juan José Arreola y Fernando del Paso, entre tantos grandes autores mexicanos.
Celorio, que no figuraba entre los favoritos, dijo que está muy contento por este premio Cervantes inesperado y es consciente de la enorme y pesada “piedra” que, como la de Sísifo, significa el gran honor de estar en el elenco al lado del autores que él admira y leyó con pasión lectora desde su adolescencia.