Hace 40 años, en el segundo semestre de 1985, sucedieron varias tragedias que marcaron mi vida y la de muchos colombianos y mexicanos y sorprendieron al mundo por la absurda coincidencia y continuidad del desastre, cuando al mismo tiempo el mundo enfrentaba la aparición de la terrible epidemia de Sida que mató a millones.
Vivía en México en ese entonces, y fui testigo del terremoto del 19 de septiembre que afectó especialmente a Ciudad de México, construida sobre el antiguo lago de Tenochtitlán, por lo que los efectos de los sismos se multiplican allí de manera exponencial. A las 7:19 de la mañana un temblor de magnitud 8,1 grados, de los más fuertes registrados, empezó a cimbrar la urbe. Gracias a la antigüedad de un edificio construido en tiempos del general Porfirio Díaz, salvamos la vida, pues después de que yo me despidiera de la vida con mi hija Oriana, de menos de un año en los brazos, cesó el atroz bamboleo del edificio. Resistió mientras decenas de edificios modernos, entre ellos rascacielos, hospitales, teatros y hoteles se desplomaron dejando miles de muertos entre los escombros, desde donde empezó a emanar un olor pestilente.
Dos semanas después nos llegó a los colombianos residentes en México la terrible noticia del ataque del Palacio de Justicia por el M-19 y la retoma del Ejército, que dejó el edificio carbonizado, un centenar de muertos y decenas de desaparecidos que aún se buscan; una tragedia que sigue estremeciendo a Colombia y es discutida como si hubiera sido ayer.
Días después, se agregó la erupción del venerable volcán Nevado del Ruiz, el 13 de noviembre, que provocó un deshielo y una avalancha bíblica que arrasó a la ciudad de Armero y dejó miles de muertos y destrucción generalizada en varias laderas, como había dejado antes el mismo terremoto mexicano. El presidente colombiano Belisario Betancur, que había intentado la paz, era un humanista y amaba la cultura, quedó marcado para siempre por estas tragedias y guardó silencio después. Y en México la inacción total del Gobierno de Miguel de la Madrid, abrió el camino al fin de la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional y al cierre de una época.
No solo había vivido en carne propia y sobrevivido al sismo, sino que ahora la desgracia afectaba al volcán que vi desde niño en las alturas de la cordillera en mi ciudad natal, Manizales. Ahora, mucho tiempo después, parece increíble que una sucesión de tantas tragedias se hubiera ensañado en tan poco tiempo en dos países hermanos.
En aquel entonces, después de haber trabajado varios años en el diario Excélsior, en la sección cultural dirigida por Edmundo Valadés, escribía para el diario Uno más uno, en el que publiqué crónicas inmediatas sobre dos de esos acontecimientos sucedidos en dos países amados que afectaron a tantas personas cercanas y siguen siendo improntas históricas para todos, tanto en México como en Colombia. La crónica sobre el terremoto está en Urbes luminosas y la del volcán del Ruiz, a donde había subido varias veces en excursiones, quedó en las páginas de aquel diario mexicano. Las campanas doblan cuatro décadas después para recordarnos que las tragedias, como las griegas, siempre están a la vuelta de la esquina en la vida de humanos, vegetales, piedras y animales.