Jerónimo es un niño que cursa grado tercero en un colegio público de la ciudad. Desde segundo grado empezó a mostrar comportamientos muy diferentes a los convencionales para un niño de su edad: respuestas inesperadas, ocurrencias acertadas, preguntas de considerable inquietud y una capacidad diferencial para la lectura y el análisis de textos. Estas características se hicieron tan recurrentes que llamaron la atención de profesores y directivos.
Ante la razonable sospecha de una condición especial, el chico fue remitido al servicio de psicología, desde donde se ordenaron valoraciones psicológicas y neurológicas. El diagnóstico fue claro: Jerónimo tiene un coeficiente intelectual superior al promedio; es decir, posee capacidades excepcionales. Conviene recordar que en las escuelas convencionales abundan los niños con talentos especiales -en música, arte, tecnología, idiomas, etc.-, pero son muy escasos los estudiantes con capacidades excepcionales, quienes muestran una inteligencia superlativa en las mediciones neurológicas.
Frente a este hallazgo, el rector del colegio reportó el caso a la Secretaría de Educación, esperando las orientaciones sobre la institución más adecuada para atender la condición de excepcionalidad de Jerónimo. Sin embargo, ocho meses después y cuando el año escolar está por concluir, el niño continúa padeciendo su condición de excepcionalidad.
Y digo “padeciendo” porque, lamentablemente, en Colombia no existe una política pública efectiva que atienda las necesidades de los niños con estas capacidades. Son abandonados a la suerte de sus familias y profesores, y muchos terminan emigrando del país en busca de espacios donde puedan desarrollar su potencial. Otros, peor aún, son mutilados en su diferencias y forzados a adaptarse a la estandarización del sistema educativo.
Pero esta no es solo la realidad de los niños con capacidades excepcionales. También he denunciado en esta columna la grave situación de aquellos en condición de discapacidad.
La llamada “política de inclusión” en Colombia es, en la práctica, perversamente excluyente. Ingresar a los niños con discapacidad a la escuela regular sin garantizarles los tratamientos terapéuticos necesarios es una forma sofisticada de exclusión y discriminación.
Un ejemplo claro de esta perversión de la política pública hacia la población con discapacidad es que el propio Gobierno nacional, mediante decreto, determina qué tipos de discapacidad son objeto de atención y quiénes pueden ser beneficiarios del PIAR (Plan Individual de Ajustes Razonables). Esto significa que no es un profesional de la salud quien establece las pautas del tratamiento, sino una decisión administrativa del mismo Gobierno, lo cual resulta inaceptable y profundamente inconveniente.
Tanto los niños con capacidades excepcionales como aquellos en condición de discapacidad son obligados a ser “incluidos” en la escuela regular. Hasta ahí, podríamos estar de acuerdo, porque apartarlos completamente del entorno escolar sería muy perjudicial. Lo que resulta inadmisible es que se les niegue el acompañamiento terapéutico y especializado que necesitan. No existen equipos de profesionales en la escuela para atender las necesidades y requerimientos de esta población. Igual sucede con los niños en condición de excepcionalidad, pues están incluidos en la escuela regular, pero totalmente excluidos en la atención específica de sus potencialidades.
Reclamo, en nombre de estos niños y de sus familias, que se materialice el derecho a una educación verdaderamente inclusiva y de calidad, ajustada a sus condiciones de excepcionalidad. El Estado no puede descargar sobre la escuela esta responsabilidad para evadir su obligación financiera. Y los jueces de la República deben velar por que la inclusión no sea solo un acto administrativo, sino una garantía real de derechos.
Por ahora, Jerónimo sigue esperando.