"Hace unos años, una ciudad de Colombia amaneció sin periodistas, sin noticias. No quedó nadie que contara las historias". Así comienza uno de los capítulos del informe La palabra y el silencio, del Centro Nacional de Memoria Histórica. En él se relata cómo, en un solo día del 2003, todos los periodistas activos de Arauca abandonaron la ciudad por amenazas de grupos armados. Las noticias desaparecieron y las emisoras se limitaron a transmitir entretenimiento. El periodismo local dejó de existir.
Un territorio sin medios regionales navega sin mapa. Puede creer que sabe a dónde va, pero sin el filtro del periodismo —la explicación clara, el contraste de fuentes, la pregunta incómoda—, se convierte en un cúmulo de datos sueltos, sin contexto ni sentido. El caso de Arauca fue extremo: el periodismo murió por violencia. Pero hoy muchos medios mueren lentamente, por falta de sostenibilidad, por la indiferencia de audiencias que ya no valoran la información profesional, o por gobiernos que prefieren ver cómo se marchitan los medios que los vigilan.
¿Quién cuenta lo que hacen los funcionarios fuera del reflector si no hay prensa local? ¿Sus propias oficinas de prensa? ¿Los portales disfrazados de medios que cobran por publicar boletines? ¿Los breves segundos que un noticiero nacional le dedica a una región, entre noticias del Transmilenio y robos en Bogotá?
Algunos confían en que las cadenas de WhatsApp o las opiniones virales en redes bastan. Pero informar —de verdad— cuesta tiempo, verificación, recursos. No basta con que nos lleguen cientos de opiniones en video. Eso pone lentes para ver el mundo, pero no lo explica. Sin hechos contrastados, las opiniones pierden aire y se vuelven prejuicios que giran sobre sí mismos.
Por eso el periodismo regional sigue siendo insustituible. En un texto de la revista Escribanía de la Universidad de Manizales, Fernando Alonso Ramírez, editor de este medio, recordó que los medios regionales, como decía Miguel Ángel Bastenier, son de proximidad. No pretenden contarle el mundo al mundo, sino interpretar el territorio desde el territorio. Se mueven entre lo hiperlocal y lo nacional, con el reto de traducir lo complejo a las coordenadas de una comunidad.
Pero ese periodismo está amenazado. En América Latina, los desiertos informativos se expanden. En Argentina, casi la mitad de las localidades carecen de medios locales. En Brasil, más de 2.900 municipios, con casi 30 millones de habitantes, no tienen medios que informen sobre su realidad. En Colombia, según la FLIP, más de 660 municipios están en la misma situación. En Venezuela, 7 millones de personas viven sin noticias propias.
Adriana Villegas escribió en El Espectador que “una cosa es tener reparos por el trabajo que realizan algunos medios (...) y otra distinta es crear o tolerar un ambiente permisivo a la agresión contra periodistas”. A eso habría que sumar que también es grave creer que el periodismo local no vale, o que puede reemplazarse por contenidos que no informan o que solo entretienen.
La información no es un lujo, pero tampoco es un tema menor. Es infraestructura para el desarrollo, un insumo vital para la democracia y una ventaja competitiva en tiempos en los que entender lo local es clave para sobrevivir a lo global. Si fuéramos a una visión económica con von Hayek, los mercados funcionan con la información que define precios y confianza. Defender los medios regionales no es nostalgia: es estrategia.
Valorar el periodismo regional no es tarea sólo de periodistas. Es responsabilidad de la ciudadanía. De una que entienda que la información cuesta, que se paga y se protege. Que para ella se busca cooperar y sostener. Una ciudad sin medios es una ciudad sin memoria, sin control ciudadano y sin interpretación propia. Y eso sí que tiene un precio.