El cine tiene una fuerza extraordinaria para abrir preguntas donde antes solo había certezas, y eso ocurre con la película Campanas de Navidad (diciembre del 2022) que narra un episodio doloroso en la vida del poeta Henry Wadsworth Longfellow, en medio de la Guerra Civil estadounidense (1861-1865) que se genera por la esclavitud con la consecuente secesión de once estados del sur, termina con su abolición y con la reunificación del país pero a un costo humano enorme.
Nos lleva a reflexionar sobre la vida misma. En tiempos en los que tantas personas enfrentan dolores familiares profundos, la experiencia del poeta recuerda que la esperanza puede brotar incluso en medio del sufrimiento más hondo, y se convierte en una invitación a repensar los vínculos humanos en momentos de fractura social. Esta mirada conecta con el pensamiento de Martha Nussbaum sobre la vulnerabilidad humana, que en su lectura de Aristóteles se distancia del ideal estoico de autosuficiencia y afirma que la vida humana es profundamente frágil, siempre expuesta a pérdidas, contingencias y golpes de infortunio.
Para Nussbaum esta vulnerabilidad es el rasgo que posibilita la compasión, la solidaridad y el cuidado mutuo. Las emociones, lejos de ser irracionales, cumplen una función ética y política porque revelan aquello que valoramos y lo que estamos dispuestos a proteger; por eso, cuando Longfellow escucha las campanas en medio de su propia devastación, no se trata únicamente de un gesto estético; es un recordatorio de que incluso en los momentos más oscuros persiste la posibilidad de abrirnos al otro.
Esa misma idea resulta urgente en nuestra sociedad, vivimos rodeados de discursos violentos, polarizaciones que desgastan la convivencia y dolores silenciosos que no siempre encuentran un lugar para ser nombrados. No obstante, la vulnerabilidad compartida puede convertirse en un punto de encuentro. Campanas de Navidad no solo narra la historia de un poeta en duelo, también evidencia que las sociedades se sostienen cuando logran recomponer sus vínculos, como bien lo plantea Nussbaum (2001), el “potencial cognitivo de las emociones” no son reacciones irracionales, sino juicios sobre aquello que valoramos y que, al afectarnos, nos obligan a reconsiderar nuestra relación con los otros.
Longfellow, atravesado por su tragedia personal, no encuentra en las campanas un consuelo ingenuo sino un punto de giro narrativo: una interrupción que permite “volver a empezar”. En esa clave, la película no ofrece un consuelo fácil; muestra cómo la fragilidad puede convertirse en motor de reconstrucción. Bajo esta óptica, la filósofa feminista Judith Butler (2004) lo expresa de otro modo, somos seres constitutivamente interdependientes y la precariedad -esa condición común que nos expone a la pérdida- no es un atributo individual, sino la base que nos obliga a pensar lo colectivo de otra manera. Desde allí, las campanas en la película pueden entenderse como un llamado a reconocer que no hay experiencia personal totalmente aislada, que incluso el dolor más íntimo está atravesado por estructuras sociales, políticas y afectivas que lo moldean.
Por eso el cine sigue siendo un lugar privilegiado para pensar la vida porque, sin proponérselo, amplía nuestra comprensión de la condición humana y nos confronta con aspectos que solemos evitar. Las imágenes no solo emocionan; también interrogan, cuestionan y, a veces, reordenan nuestra manera de estar en el mundo. Lejos de la mirada romántica, la escena de las campanas permite comprender acontecimientos simbólicos que actúan como mediaciones que reconfiguran la subjetividad en contextos de fractura.