Este año ha sido particularmente noticioso con reconocimientos a Manizales en el contexto internacional en diversas temáticas. Por ejemplo, la ciudad con mayor calidad de vida en Latinoamérica por ONU-Hábitat LATAM, y recientemente como la ciudad creativa de la gastronomía por la UNESCO. A estos, se suman los numerosos índices de medición en Colombia: el segundo municipio más moderno del país según el Departamento Nacional de Planeación, la quinta ciudad más competitiva y de emprendimiento según el Consejo Privado de Competitividad y la primera ciudad en progreso social según el Social Progress Imperative-Colombia. Y, en ese sentido, existen variedad de índices que se pueden construir con las estadísticas apropiadas de fuentes oficiales en los que generalmente Manizales logra una buena ubicación en los ranking para ser una ciudad modelo.
Lo anterior ha generado una narrativa de Manizales con etiquetas que se desprenden de esos estudios, premios, reconocimientos o declaratorias nacionales o internacionales que son de enorme utilidad para los medios de prensa regionales y nacionales y especialmente las oficinas de prensa de la Administración municipal de turno, con sus respectivos aliados institucionales y gremiales. Una narrativa que sirve de excusa para exponer lo que somos, según unos estándares de medición, tomar fotografías y tener una agenda de redes sociales y discursos de apertura en eventos que ayuden a oxigenar el ego de ciudad y empujar los indicadores de gestión.
No me malinterpreten. Todas esas mediciones envían señales en su gran mayoría positivas. Así como decía una exdirigente gremial de la ciudad: “En Manizales suceden cosas buenas”. Por supuesto que Manizales tiene buenos indicadores económicos y sociales comparados. La ciudad transmite una sensación de tranquilidad y buena calidad de vida a sus locales y foráneos. En mi opinión, Manizales es una chimba.
Pero, saliendo de mi perfil conocedor de indicadores económicos y de una posición socioeconómica privilegiada, pienso si tener tantas etiquetas era bueno para una sociedad, o siendo realista, si tenía importancia para las bases de la población aquellas en las cuales aún las promesas de oportunidades y garantías del mundo moderno no han llegado o que sus vidas transcurren en el diario vivir alejado de agendas institucionales de los líderes proclamados de ciudad.
Me cuestioné sí realmente las conversaciones en transporte público, caminando por las calles, después de un partido de fútbol, sentados en la tienda favorita del barrio, o en algún encuentro familiar con música, licor y comida de clase baja o media esas etiquetas tenían algún valor propio, cultural y social. Si esas etiquetas recogían los más profundos sentimientos de autorreconocimiento. Si esos premios y denominaciones de ciudad significaban algo para la mayor parte de la población. Si transformaban nuestra cosmovisión de vida y relacionamiento entre habitantes de un mismo territorio.
Entiendo que las narrativas son potentes porque permiten construir unos mensajes que se van instalando en los colectivos y permiten aprovechar ventajas de esos empoderamientos; y comprendo que esas etiquetas son un instrumento político para el marketing de ciudad, atracción de inversión, turismo y visibilidad de territorio, y el derrame económico potencial que puede existir sobre eso.
A pesar de ello, me preocupa una ciudad en búsqueda constante de apellidos y símbolos de grandeza, en una necesidad imperante de recoger lo que otros digan de nosotros y en un vacío de entendernos y escucharnos en lo que verdaderamente somos y nos hace diferentes. Las etiquetas tienen la función de marca ciudad, pero tienen el riesgo de generar ilusiones en progreso homogéneo y desconexión cultural y simbólica.